MORIRSE A TIEMPO
Feb 22 2021

POR EDUARDO JUAREZ VALERO, CRONISTA OFICIALO DEL REAL SITIOS DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA

Recordatorio de la muerte del Rey Alfonso XIII

En el acervo cultural de las sociedades judeocristianas existe una máxima que establece en el saber vivir el éxito postrero de quien ha de transformarse en personaje dada su trascendencia vital. No obstante, muy pocas veces se valora en qué medida el momento de perecer puede arruinar o engrandecer ese paso a la posteridad. Sin ir más lejos, el permanente deterioro de la imagen del que fuera rey de España durante casi treinta y nueve años, Juan Carlos de Borbón y Borbón, sirve de punto de partida para este argumento existencial. De haber perecido antes del año 2008, al dar comienzo la escalada de escándalos asociados a su persona y familia, habría trascendido a esta vida como protagonista del periodo más exitoso para la sociedad española en siglos y no consumiendo la imagen de piloto transitorio apuntalada el 23 de febrero de 1981. Dicho de otro modo, nada mejor para pasar a la historia que morirse a tiempo.

Alfonso XII y Alfonso XIII

Ahora bien, no crean que ha sido tarea sencilla esto de saber morirse. Manteniendo el punto de vista en la monarquía patria, han sido muchos más los casos de ineptitud que de habilidad en el trance de fenecer. Para empezar, el abuelo del citado monarca, rey también, pudo haber elegido alguno de los muchos atentados sufridos en sus casi treinta años de reinado efectivo. Alfonso XIII, paupérrimo gobernante de una convulsa España, acabó sus días en Roma, alejado de la patria por voluntad propia, dejando tras de sí una sociedad fracturada, huérfana de la estabilidad que un compromiso honesto con la sociedad civil por parte del jefe del Estado habría alumbrado. Su muerte, producida el 28 de febrero de 1941, diez años después de salir pitando hacia Cartagena tras suspender ilógicamente la actividad de la Corona, confirmaba un triste destino parejo al de alguno de sus ancestros. En efecto, Carlos IV había huido en condiciones similares de desapego y abandono hacia una sociedad en peligro de implosión. Ambos monarcas, sin embargo, supieron morir en afamado lugar, Alfonso XIII en la suite real del Grand Hotel, y Carlos IV en el Palazzo Barberini, sendos edificios emblemáticos de Roma, la capital de todo.
Alfonso XII, por su parte, sí supo elegir un momento épico para desaparecer. Infectado por los tuberculosos que había decidido alojar en el piso bajo del Palacio de Oriente, residencia oficial de los monarcas españoles hasta el advenimiento de la II República, exhaló el último suspiro en el palacio del Pardo a finales de noviembre de 1885. Antes de expirar, eso sí, había dejado encauzado un sistema político, el de su restauración, que habría de ser mantenido por los corruptos partidos políticos del turnismo hasta el pronunciamiento de Miguel Primo de Ribera y los militares africanistas, simiente destructora de aquella España que gateaba en el albor de la democracia.

Fernando VII

Ese morir en exposición a los males del sufrido pueblo madrileño, amén del traje a medida que le realizó Luis César Amadori setenta y cinco años más tarde, le vistieron como sacrificado monarca, comprometido con el constitucionalismo liberal. Un traje, por cierto, que ha conseguido ocultar la corrupción masiva de la burguesía acaparadora del poder político que sustentaba su trono y la falta de decoro en lo personal que, a diferencia de lo ocurrido con su regia madre, sí supieron todos olvidar.
Yendo un poco más atrás, habría que confirmar el bien saber morir de Fernando VII, quizás lo único que supo hacer con maestría a lo largo de su corta y azarosa vida. Pudiendo haber muerto tras los sucesos de Aranjuez; o entre las rejas de oro de Valençay, donde escribiera aquellas deshonrosas cartas de felicitación a Napoleón y José I, ambos en lucha contra una nación ofuscada en traerlo de vuelta; o acogotado por los exaltados de Evaristo Fernández de San Miguel durante los años de liberalismo que abriera el pertinaz coronel del Riego en 1820; o incluso en 1832, en el Real Sitio de San Ildefonso, cuando enfermo y casi terminal había aceptado derogar la pragmática sanción de Carlos III que capacitaba a las mujeres para ostentar la corona: en todos esos casos habría llegado a un fin miserable tan en consonancia con la mayor parte de su vida. Por el contrario, palmó al año siguiente, en Madrid, habiendo ratificado a su hija Isabel en el trono y empujado a la nación a la primera de las guerras civiles que destruirían la convivencia de la España decimonónica.

Isabel y Fernando

Es probable, entonces, que un mal vivir pudiera ser coronado por un bien morir. Fernando el Católico, modelo de príncipe renacentista y, según algunos historiadores, inspiración de Niccolò de Maquiavelo para sus escritos políticos, hubo de protagonizar una muerte miserable para quien había llevado una vida ejemplar en lo político o, quizás, en el ensalzamiento propagandístico. Vencedor en todas las batallas que emprendió a excepción de su intento de usurpación del trono de Castilla, terminó por doblar la servilleta víctima, según las malas lenguas, de un filtro amoroso recetado por la ardiente Germana de Foix, ansiosa por aportar un heredero a la corona de Aragón que desbaratara el inventado plan para una España unida. En esa línea de no saber morir debería estar su primera esposa, la reina de Castilla Isabel I. Víctima de un más que probable cáncer, feneció La Católica en Medina del Campo, a finales de noviembre de 1504, dejando el poderoso reino en manos de la tercera opción dinástica, su hija Juana, sometida esta a la voluntad de un miserable marido ambicioso y acosada por un padre desnaturalizado, más preocupado por el acaparamiento de poder que por su consolidación perdurable.
Esta pobre mujer, reina de Castilla, tuvo, sin duda, el peor morir de cuantos reyes y reinas ha tenido este santo país. No habiendo renunciado a la corona ni ejercido como tal más que de forma facticia, expiró en Tordesillas en 1555 tras cuarenta y seis años de encierro y privación, mientras el poder que ostentaba dominaba medio mundo en su nombre, a decir de la documentación que firmaba su falaz hijo.
Claro que no quedó a la zaga la reina Isabel II cuatro siglos más tarde. Amada y defendida por una parte del pueblo español, esperanzado de que el liberalismo equilibrara una sociedad funesta para quienes no habían nacido en el escalón apropiado, regresó a la tierra en París totalmente olvidada por el pueblo español, a decir de Benito Pérez Galdós, apiadado de una reina que había participado en los más convulsos y decepcionantes años de la historia reciente de España.

Hitler

Mas no piensen que morir mal habiendo vivido bien o viceversa ha sido patrimonio de la realeza. Hombres y mujeres de toda condición expuestos a la fama y el reconocimiento han sido presa de este ineludible penar. Nadie podrá refutar el mal morir de los grandes dictadores europeos, aplicados en el horror ajeno y fracasados en prevenir el propio. Y no es fácil elegir alguno como paradigma de mal morir. Uno podría pensar que Benito Mussolini debería encabezar este apartado, habiendo sido asesinado por los partisanos, colgado como un jamón en un cartel publicitario tras ser sometido su cadáver a cuantas barbaridades puedan imaginar. No obstante, Adolf Hitler, suicidándose en el bunker berlinés consciente del fracaso total de su megalomanía genocida, no le fue a la zaga. De hecho, nada queda de ninguno de ellos, perdidos sus restos entre el olvido de lo vencedores. Iósif Stalin, por su parte, también concluyó miserablemente, agonizando entre sus propios orines, el aliento pestilente de los aduladores Lavrenti Beria, Nikita Jrushchov, Malenkov, Kaganovich y el murmullo de una sociedad diezmada entre purgas salvajes y gulags reeducadores. Aún así, le fue mejor que a dictadores como Nicolae Ceaucescu o Muamar el Gadafi, asesinados por la furia popular sobre la que construyeron su dislate en un claro ejemplo de no saber morir. En el caso de Sadam Husein, habría que incluir su ejecución en el elenco de los horrores televisados dentro del catálogo de cómo no acabar tu vida después del ejercicio injusto y criminal de la política.

Miterrand

En un polo opuesto habría que situar a François Mitterrand, presidente de la República Francesa durante catorce años y fenecido justo antes de que el cúmulo de escándalos políticos asociados a la gestión de lo público acabara con su ostentación de la magistratura. Nada como saber morir a tiempo.
Otros, por el contrario, han perecido en el silencio del olvido institucional, alejados del ruido corrupto de la política española, para acabar siendo glorias de la democracia actual, convertido su paso por el poder en un solo recordar lo bueno, dejando que lo malo caiga en el mayor de los silencios. En este punto se podría citar un buen número de los líderes políticos españoles del siglo XX. Difícilmente algún alumno aventajado de doctorado sabrá relatar el final de Alejandro Lerroux, Ricardo Samper, Joaquín Chapaprieta, Santiago Casares Quiroga, Diego Martínez Barrio, Manuel Portela Valladares, Indalecio Prieto o José María Gil Robles, presos de la irrelevancia que su vida tiene para el conjunto de la actual sociedad española. Julián Besteiro, encarcelado; Juan Negrín, repudiado por los suyos; y Manuel Azaña, por supuesto, sometidos sus restos mortales en Montauban a la lucha entre facciones para impedir el escarnio público que los franquistas querían recetarle, no tuvieron la oportunidad de acabar sus días en sintonía con la trascendencia de su periplo vital. Este último, como le ocurriera a Antonio Machado, murió en la soledad convicta que el tiempo les había regalado injustamente, cuando hubiera merecido caer tras entregar el famoso discurso de renuncia a la presidencia entre paz, piedad y perdón. Moliere, que sí supo cómo palmarla, lo habría hecho así. O Rodrigo Díaz de Vivar, quien, a pesar de todo lo contado en los cantares de su vida, romances y mocedades, cayó como un mito al diñarla sitiado por los almorávides de Ibn Tasufin. No me negarán que su irreal salida cadavérica por las puertas de Valencia en 1099 no fue un colofón a la altura de una leyenda. Seguro que así lo pensaron los juglares que glosaron aquellos poemas más de un siglo después de su muerte.

Goya

En esa línea heroica y seguramente también inventada se debería incluir a Louis d’Armagnac, Duque de Nemours, fallecido en la batalla de Ceriñola ante las huestes de Gonzalo Fernández de Córdoba allá por 1503. Derrotado completamente, el francés supo esperar la llegada del Gran Capitán para espicharla allí mismo, en tan trágica expresión de la derrota que ni el mismísimo Sófocles podría haber relatado mejor. No me cabe duda de que el Gran Capitán no se quitó este final de la cabeza mientras decía adiós a este mundo en Granada doce años más tarde, abandonado por un rey cuyo prestigio encumbró con su genialidad militar.
Desgraciadamente, no ha sido este saber morir un arte fácil de dominar en vida ni para los propios artistas. Entre Goya loco y desubicado, pintando la negrura de su frustración en la Quinta del Sordo; Leonardo perdido e infravalorado en Francia, al servicio de una monarquía que sólo veía propaganda en el arte; Michelangelo Buonarroti, maestro de lo inacabado, que no pudo poner colofón a su gran proyecto de la basílica de San Pedro; Caravaggio perseguido por su mal vino, mal vivir y mala suerte; Picasso superado por su fama lejos del hogar y Dalí en casa, pero prisionero del fantasma ridículo en el que escondió la sequedad de su inspiración, prisionero de la gris y criminal España que había devorado a Federico y expulsado a Buñuel; a todos ellos, la muerte les llegó en mala hora, incapaces de componer un final a la altura de su gran vida.
Bien habrían hecho todos de imitar a Empédocles, quién supuestamente se lanzó al Etna ardiente para alcanzar una divinidad que mitigara un ansia de vivir tan grande. Eso debió hacer el torero Juan Belmonte, amigo del metafísico José Ortega y Gasset, pegándose un tiro en Utrera en 1962, para demostrar que, después de todo, en este triste teatro en el que vivimos “hay gente pa’to”.

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