POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
El rey Felipe IV era el padre natural del obispo de Oviedo, Alonso Antonio de San Martín (al igual que tuvo entre 20 y 35 hijos bastardos más, sumados a los 12 legítimos, aunque solo dejó un heredero varón, el enfermizo Carlos II, “el Hechizado”).
Fue Felipe IV quien reemplazó la comunidad benedictina que tuvo el santuario de Covadonga, creando el Colegio Secular de Canónigos Agustinos. Creció el número de canónigos y se les aumentaron sus dotaciones económicas, pero se les obligó a vivir en Covadonga, pues habitualmente lo hacían en La Riera.
El rey se quedó para sí una de estas canonjías a la que se llamaba “canonicato manco”. La abadía tenía 3.000 ducados de rentas y los cinco canónigos percibían 800 ducados. Cuenta Pascual Madoz que en este tiempo se levantaron once casas, seis para canónigos, cuatro para dependientes de la iglesia y una para los peregrinos. El mesón se dedicó para albergue y casa de comidas de romeros, pues utilizaban como tal la colegiata, a la que muchas veces se la conocía como casa de novenas.
Un extraño suceso ocurrió en la Cueva el 24 de septiembre de 1783. Mientras se construía en la misma un nuevo voladizo en madera, la imagen de la Santina (regalada por el cabildo ovetense tras el incendio del 17 de octubre de 1777, en el que desapareció la que había) fue depositada en la iglesia de la cercana Colegiata de San Fernando. Según el muy acreditado escritor, catedrático y cronista asturiano Fermín Canella (1849-1924) la imagen “apareció” en la cueva en extrañas circunstancias en la madrugada de aquel 24 de septiembre. Se abrieron diligencias para averiguar cómo había llegado hasta allí, y en el expediente incoado se descubrió que había sido el sacristán quien había realizado el traslado, pues el infeliz quiso de alguna forma emular aquella remota tradición popular según la cual habían sido los propios ángeles los que transportaban de noche las maderas y materiales para el que -durante siglos- llamaron el “templo del milagro”. Como es bien conocido, el templo cerraba toda la cueva al exterior a modo de monasterio, dividido en dos pisos, con sus ventanas, roldana para subir agua del pozo, etc.
Y ¿qué fue del sacristán? Pues por simular el “milagro” fue condenado, y acabó sus días remando en las galeras del rey, “purgando su falsedad”, añade Canella.
Nos preguntamos ¿embarcaría al año siguiente (1784) en alguno de aquellos navíos de 64 cañones?, ¿conocería Nápoles, Malta, Argel o siquiera Lisboa?
Imaginarlo de galeote, bogando con otros cuatro condenados en el remo que se le hubiese asignado, nos apena y nos hace pensar en su desgracia, en su familia y en aquella a la que antes había servido en Covadonga (representada en la misma imagen que hoy se conserva y que había llegado apenas seis años antes al lugar).
Porque la Santina habría perdonado la impostura del sacristán, como cualquier madre haría con un hijo, por muy desgraciado que éste fuese.
En galeras murió el infeliz, y la historia de su vida seguro que daría para una apasionante novela…