POR AGUSTÍN DE LAS HERAS MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE VALDEPIÉLAGOS (MADRID)
Calculo que tendría unos doce años pero mi nombre no era el de Gregor Samsa, aquel viajante de comercio que Kafka dibujó con sus palabras y se despertó convertido en insecto. Quizás pensara alguna vez que era un insecto empequeñecido a punto de ser pisado. Esa anulación de voluntad cuando quien dice educarte en casa lo hace en nombre de extrañas voces.
No sé por qué pero alguien me regaló en una pequeña caja una larva de oruga capaz de fabricar seda. Y entonces todo empezó.
Camino de Valdepiélagos existía una vieja olmeda que hacía que los árboles se abrazaran a ambos lados de la carretera. Cuando te aproximabas en primavera parecía que lo hacías bajo un túnel verde que serpenteaba hasta llegar al pueblo. Eran tiempos anteriores a que la grafiosis matara aquel paisaje y que hiciera que aquel camino nunca volviera a ser igual.
Entre aquellos árboles existía alguna morera de moras blancas cuyas hojas les encantaba a los gusanos que me regalaron.
Cuando aquel ciclo de metamorfosis empezó, en aquella caja casi vacía, tenía hojas suficientes para alimentarlos. Una bolsa traída del pueblo al que íbamos de vez en cuando en un Seat 850 beige.
Después de unos días los gusanos crecían mientras sus bocas devoraban las tiernas hojas de morera verde. Entonces, se iban a una esquina de la caja y se envolvían en hilos de seda hasta formar un capullo escondiéndose de la vida. Les tenía envidia. Esas bolas de seda iban del blanco al amarillo. Dos semanas después algo desde dentro las rompía saliendo una mariposa alada, aunque algo fea. En aquella misma caja los gusanos que tenía ya, no eran sino mariposas, que agitando sus alas se unían amándose en la oscuridad de aquel espacio con tapa, con agujeros para que entrara el aire, y una goma que la sujetaba. Un día encontré numerosos puntos negros diminutos que no eran sino huevos. De ellos salieron unos pequeños gusanos negros que alimentados otra vez con hojas de morera se convertían en gusanos más grandes y…
Me hice con más cajas. Tan pronto salían las mariposas las metía en una nueva hasta que ponían los huevos. Así nacían los gusanos limpios de seda en una caja distinta. Y entonces se me ocurrió una idea.
En un principio en aquel colegio, las Escuelas Aguirre, encontré demanda de aquellos insectos. Y le puse precio. Cada gusano costaba de distinta forma según su tamaño y lo vendía con alguna hoja de morera. El mercado era en el patio o en mi propia casa, por supuesto, sin tasas ni liquidaciones de impuestos. El problema surgió cuando no volví al pueblo y por tanto, ya no tenía su alimento.
En la llamada prolongación de la calle Sainz de Baranda antes de llegar a lo que es hoy El Pirulí, enfrente de un grupo eléctrico, existían unas casas bajas donde vivía mi tía. Me gustaba ir a aquel barrio donde tenían hasta un bar y una vaquería. Pues bien, en aquel bar, dentro, había un patio, y en el patio una morera. No recuerdo cómo pero supongo que gracias a mis primos, me dejaban pasar dentro donde llenaba bolsas de morera que llevaba a mi casa.
Ya tenía la cadena de producción y la infraestructura hecha. Vendía y vendía gusanos con un poco de morera y metamorfosis tras metamorfosis me hice con mis primeras mil pesetas. El negocio era perfecto. Y aunque alguno intentara hacerme la competencia le fallaba una cosa y era, donde encontrar en Madrid una morera.
Era tal el guirigay en la clase que un día, sin ir más lejos, el profesor de Matemáticas y de Ciencias, don Jose Luis, (don Pepe Luis para los alumnos) descubrió en clase el mercadillo y ante uno de sus improperios tipo como «babiecas, desgraciados, sois peores que los caníbales del Congo», con su babosa dentadura a punto de escaparse del alma, nos invitó a que después del recreo desapareciera todo rastro de aquel comercio. Recuerdo que un vecino más pequeño, que también iba al colegio, fue mi solución en un instante. Le pedí que me los escondiera en su clase hasta la hora que tocara el timbre y pudiera llevármelo todo a casa. Aquello llevó al caos. Al chaval se le abrió la caja de gusanos en su cartera. Un lloro llevó a otra cosa y al final, llegó el mensaje de lo sucedido a mi casa.
Allí acabó el negocio. Un día que íbamos a Valdepiélagos mi padre me dijo que cogiera todos los gusanos en sus cajas y parando en la carretera, «me invitó» a que los dejara al pie de una vieja morera. Fue en la carretera de Belvis a Fuente el Saz,
Semanas después volvimos al mismo lugar pero ya no había gusanos, pero si otros insectos. Y un hormiguero enorme al pie del árbol que sin duda tendría la despensa llena. «Historia de un patio (Capítulo VII)»
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