POR JUAN MANUEL ESTRADA ALVAREZ, CRONISTA OFICIAL DE CASO (ASTURIAS).
Cerca del cielo y del Apocalipsis, la aldea de Tarna – tan querida-sufrió las catástrofes como ninguna, trompetas del agua, fuego y nieve que a la manera de un pasaje bíblico asolaron la vida de sus gentes. Son los tarninos un pueblo resistente a las adversidades y hasta juraría que en estas se fue forjando su especial carácter. Las nieves trajeron muchas calamidades y demasiados inconvenientes, larguísimos inviernos entre la soledad y el frío, recuerdos de avalanchas, de antiguos mesones sepultados o las víctimas que de tarde en tarde sembraban las fatigosas cuestas de Castilla, ateridas de frío en terribles ventisqueros. El fuego sigue ahí como un rescoldo que hasta mudó la culpa del autor, por muchas leyes que borren el pasado la tragedia existió y solo llevó miseria y éxodo al lugar.
La trompeta del agua llamaría al infortunio un lejano diciembre. Han transcurrido desde entonces 248 años y en el subconsciente colectivo de los tarninos permanecen los ecos de la inundación, aunque los pinceles de la leyenda se detengan en el milagroso San Pedro que surcó las turbulentas aguas del Nalón hasta La Foz, hospitalaria aldea antaño larga calle entre la mar y el trigo. Nuestra admirada Elí Martínez escribe largamente acerca de ello; yo, que bebo en sus fuentes y en los polvorientos legajos del ayer, quisiera con este modesto relato acercarme a los sucesos, conmemorando lo acaecido aquellos días de diciembre de 1774, jornadas de tormentas, terremotos y nieves excesivas, como describe la llamada de auxilio que a las pocas semanas dirigieron los vecinos al rey Carlos III.
Desde el nueve al catorce no paró de nevar, difícil imaginar la altura de las nieves en la humilde aldea de míseras casuchas, leña y barro. Aludes amenazantes y el río que embalsaba en Los Picones hasta que rebosó con la fuerza de mil truenos y se llevó todo por delante. “De la iglesia p ́allá llevólo tou” contaba la entrañable Adela, verdadera memoria viva de los aconteceres. Y así sucedió, la fuerza del agua borraría del mapa hasta cuarenta y cinco techos y diecinueve hórreos, dos ruedas de molino, la iglesia y la capilla. Los habitantes, prevenidos en el último suspiro por el inquietante silencio que provocó la súbita desaparición del río, impotentes ante lo inevitable, salvaron sus vidas huyendo a cotas elevadas; pero las cosechas, el sanmartín, los ganados, los ajuares, todos sus bienes se perdieron en el ímpetu de la devastación. Decían los ancianos, que escucharon a sus abuelos y estos a los suyos en noches de “porracu”, que hasta las vacas viajaban río abajo atadas a los mismos pesebres de las arrasadas cortes. En la mayor de las pesadumbres veían los tarninos desvanecerse sus sueños, pero se levantaron firmes, decididos, y lentamente fue regresando la vida a las nuevas parcelas edificadas sobre los mojones de la desgracia, muchos años antes de que sus descendientes viesen otra vez truncados sus anhelos en el arrebol flamígero de la sinrazón. Fortaleza de un pueblo que supo doblemente emerger de sus cenizas, aunque la nueva trompeta del Apocalipsis se llame ahora el vacío, el yermo irremediable, la despoblación que aniquila tantas vivencias y tanta historia, pese a que allí residan todavía un puñado de valientes y otros insuflen hálitos de vida para que no se apague la llama de la inmemorial Taranna.
“En La Foz son paroleros que entretienen caminantes”, canta la copla. La leyenda siempre esconde en su trama una mínima ayalga de certeza, por eso la contamos: acostumbrados a abrir sus puertas a tantos transeúntes del viejo camino, San Pedro les llegó por las embravecidas aguas a las orillas de sus mejores tierras, aquellas que medían en “carros de cuchu” y no en los días de buey habituales. Cuentan que en 1786 construyeron la pequeña ermita para venerar la imagen, pero no parece que haya sido así. Simón Pedro ya se encontraba bien entre los focexos, hábiles pescadores de ribera como él lo había sido en las orillas del mar de Galilea, antes de que la catástrofe lo arribase a sus vegas, primero de que en el dintel de la ermita felizmente restaurada se labrasen la concha peregrina y las llaves del Reino. Pero los de la punta la faya, que siempre fueron obstinados y echaos p ́alante, no se cruzaron de brazos y nos cuenta Ita González, otra gran estudiosa del lugar, haciéndose eco de un distinto desenlace legendario que tiempo después, con ocasión de otra riada de menores proporciones, una cuadrilla de animosos mozos tarninos entre las sombras de la noche recuperaron el santo, siendo sorprendidos por los de La Foz a mitad de camino. Con la nueva riada el agua había llevado milagrosamente a San Pedro aguas arriba hasta los llanos cercanos a Tarna, esa era la explicación que no contentó a los focexos ¡Cómo iba dir párriba el santu si ́l agua baxa y non sube!. ¡Dexáibos de cuentos -respondieron los tarninos- ya sabemos que San Pedro también tien sus cojonaes! Y así volvió San Pedro a presidir su templo por los siglos.
La capellanía fundada por el presbítero Juan de Gonzalo en Caleao allá por 1636 tenía su filial en Tarna bajo la advocación de los santos caliaetos Antón y Cipriano. También resultó destruido en la riada su modesto oratorio y el piadoso don José de la Prida que alguno recordaréis, permutaría al poco tiempo sus ruinas por un prado, cuando ya ponía en orden sus asuntos terrenales, las obras pías y las cuatrocientas misas con las que el mismo San Pedro de la torrentera le abriría las puertas del cielo.
La mano del Estado difícilmente llegaba a lugares remotos, no existían las “Regiones Devastadas” ni cosa parecida, no hay constancia escrita de la reconstrucción, sería el trabajo en común de los vecinos quien levantó de nuevo hogares y cuadras, nada sabemos. Los mil reales que el Obispo envió socorrerían las miserias perentorias y la Junta General del Principado, a instancias del marqués de Vista Alegre, iniciaría la reparación del camino real, que había quedado arruinado desde Tarna a La Foz. Como sabemos y más aún padecemos, las obras de la Administración siempre carecieron de premura: diez años después andaba por La Foz el contratista Bernardo Cerra -el “sofisteru”- dirigiendo los trabajos, pues la quiebra de puentes y muros en la ruta había sido estrepitosa.
Feliz Navidad a la Tarna de nieves que resistió el embate de los siglos y las calamidades, donde quedaron tantas personas sabias y buenas con las que tuve el honor de tratar.
(Nota: En la fotografía que gentilmente nos aporta Ita Gonzálezse advierten los estragos del agua posiblemente en la riada de 1983).
FUENTE: CRONISTA