POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
La Arqueología, madre de la ciencia histórica, ha demostrado que los perros fueron domesticados muy pronto. Es decir, eran los mejores amigos del hombre desde el Neolítico, y acaso antes. Precisamente porque han cumplido, y cumplen, labores impagables en la sociedad, y porque su fidelidad hacia quien los cuida es indiscutible, no creo que haya nadie con sentimientos que sea capaz de maltratar a este animal; ni a otros que conviven con los hombres desde tiempos remotos.
Yo tuve un perro durante la infancia que se llamaba Tan- diminutivo de Satán-. Era un perro-lobo precioso. Fue el mejor juguete de los peques de la casa, que lo usábamos como si fuera un caballito para cabalgar por el campo. Hasta le tirábamos del rabo para integrarlo en los juegos, si se hacía el remolón. Jamás hizo el menos gesto de violencia contra la familia. Pero él estaba allí para cumplir con su trabajo: vigilar una pequeña finca donde mi padre criaba animales de corral. Lo hizo a las mil maravillas.
A Tan lo crió mi padre desde pequeño. Creo que se lo regaló mi tío Pepe. El perro sabía a la perfección quien era su amo, y le obedecía en todo. Su primera casa fue una perrera adosada al cobertizo de la finca, “La Granja”. Cuando estábamos allí, con mucha frecuencia, Tan campaba por a sus anchas y trotaba como un gamo. A la menor señal de mi padre, empinaba las orejas y se ponía a su lado. Cuando se quedaba solo, estaba atado, con una correa muy larga, para que se moviera bien. Porque para los extraños no dejaba de ser un a animal peligroso. Yo lo recuerdo con aquellos ojos de color miel, sentado en la puerta de su perrera, casi siempre silencioso, porque era poco ladrador. A su lado estaba el gato, cuya misión era no dejar ni un ratón cerca. Se llevaban divinamente. Al llegar el invierno, en aquellos tiempos de grandes nevadas y largos fríos, Tan y el gato se encerraban juntos, para darse calor. Eran dos seres con una dignidad animal altísima, porque se ganaban su comida y el respeto de la familia cumpliendo con un trabajo. Después de todo, los demás hacíamos lo mismo. Cuando Tan se hizo viejo, mi padre lo trajo a vivir con nosotros. Construyó otra perrera, en el huerto. Fue la última casa de Tan, que no estaba mal instalado, porque tenía un paisaje precioso por todos lados, la sombra de un peral en verano, techo sin goteras en invierno, y alimento asegurado. Pero se le veía triste. Creo que porque los niños crecimos y ya no jugábamos con él, y porque le dolerían los huesos, digo yo. O porque lo habían jubilado sin pedirle permiso. Un día mi padre, que se acercaba todos los días a acariciarlo, le vio algo raro. Lo llevó al veterinario. A las pocas horas entró solo en casa. Se le notaba que había llorado. Esa fue la tercera vez que vi llorar a mi padre siendo chica. Nos contó que Tan tenía una enfermedad incurable y dolorosa, que el veterinario le había puesto una inyección, y que se quedó dormido en sus brazos. Prometió no tener otro perro, y lo cumplió. Desde entonces no puedo soportar que se maltrate a un animal. Pero digo como mi padre, que no quiero un perro en casa. Por el dolor de perderlo, y porque sería un animal jubilado desde la cuna; sin misión. Le faltaría un huerto y una perrera propia. No tendría la dignidad perruna que tuvo nuestro Tam, que dejó el listón muy alto.
Por desgracia hay hoy personas que meten en casa a un perro sin saber a qué se comprometen. Que lo usan como un fetiche de lucimiento social. Como mera mascota de la casa; como regalo de Reyes. Que no lo educan, y por eso el pobre animal acaba siendo una molestia para los demás. Eso pensé el otro día cuando tuve que llamar la atención a una señora, muy trajeada ella, que soltó al perro para que hiciera sus necesidades en medio de la acera. No era la primera vez. El animalillo, rematada la faena, corrió detrás de su ama, que se ocultaba sibilinamente en un portal. La dama, al verse pillada, alegó que era un despiste, y empezó a regañar al perro. Éste la miraba desconcertado. Yo pensé que de los dos, ama y perro, uno era más animal que el otro. Y es que, como dice mi papelera, por mucho que la mona se vista de seda…