POR APULEYO SOTO, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)
I.
La tarde del Jueves Santo
los discípulos del Cristo
compraron para estar juntos
panes ázimos y vino.
Era la Última Cena
con el Cordero divino.
Era la gran despedida,
la mesa del sacrificio.
Santiago llevó toallas,
Pedro llevó agua del río,
Juan a hombros, una víctima
blanca como nieve y lirios,
la Virgen…, una jofaina
de plata y oro y jacinto,
en su cintura temblando
como un junco del camino.
(Al Iscariote le han dado
treinta dracmas los judíos).
-Sentaros, dice el Señor.
Cada cual ya está en su sitio.
II
Después de partir el pan
y elevar al cielo el cáliz,
Jesús se desciñe el cíngulo
y a Juan su pecho le abre.
Está el discípulo amado
mirando a Judas, que sale
al techo de los luceros.
Pedro arrima al muslo un sable.
–En verdad os digo, amigos
de esta Noche interminable,
que vais a quedaros solos,
porque yo me voy al Padre.
Nadie entiende lo que dice.
Qué dice no sabe nadie.
La Virgen, entre cortinas,
gime como gime un ave.
-Descalzaros las sandalias,
dejad que los pies os lave,
y haced vosotros lo mismo
que Yo os enseño esta tarde.
-¿Tú lavarnos a nosotros,
Tú, que guiaste la nave
y recogiste los peces
en el mar de Tiberíades?
Tomás duda, Marcos cede,
Judas se fue como el aire
y es Juan , Águila de Patmos,
quien anota estos detalles.
III
Ha terminado la Cena.
Por el torrente Cedrón,
unas sombras angustiadas
van en pos de su Señor.
En la distancia, la Luna,
que es la Madre del Gran Sol,
se filtra por el sendero
cual luciérnaga de amor.
Es María, la Amantísima,
la Madre del Redentor,
la que le alumbró en Belén,
Belén, Belén, flor de Dios.
No le puede dejar solo
en la noche del dolor
al que vibró en sus entrañas
de angélica anunciación.
-Espera, espera, Hijo mío.
Te tengo que acunar yo
como cuando eras pequeño,
mi pequeño Ruiseñor.