POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
Una vez que el núcleo matriz (Plaza Vieja) y sus áreas periféricas (entorno de San Andrés y la “Peligrosa”) se van consolidando y expandiendo gradualmente, al proseguir creciendo Navalmoral “salta” el arroyo Casas y, en el altozano situado en su parte oriental –pues de cerro tiene bien poco, al contrario que el existente en el sector meridional–, se erigen las primeras viviendas de lo que posteriormente sería y conforman esta singular barriada morala. En su origen influyó la llegada de numerosos vecinos de Valparaíso que, al comenzar el siglo XVIII, fue arrasada por los portugueses en la Guerra de Sucesión (1700-1714).
Como es natural, las calles iniciales (Alfonso XIII-Doctor Arce, San Fernando, Don Jaime, Gravina, Jazmín, camino de Torvicoso, etc.) surgen como prolongaciones de las ya existentes al otro lado de la Barranca (nombre con el que era conocido ese tramo del citado arroyo, al estar en esa zona más encajado); y, para salvar la corriente de agua en la época invernal, instalaron tres rústicos puentes de piedra o “pontones”: uno en el Camino Real (posterior carretera de Extremadura, calle Talavera y hoy Antonio Concha), otro frente a la citada calle San Fernando y huerta del Cura (que recibió ese nombre porque un sacerdote moralo, Juan Caballero, arcediano de la catedral de Plasencia, se la donó a la parroquia de San Andrés; posterior Plaza de la Remonta, o de los Colorines) y un tercero –llamado puente del Árbol– un poco más abajo del anterior, que permitía conectar con el citado camino de Torviscoso (actual calle Marqués de Salamanca). Como puede comprobarse por los planos existentes, inicialmente sus límites orientales estaban delimitados por lo que hoy es la calle Murillo y las Eras de Arriba (alrededores de las Escuelas Concha del Cerro, erigidas en 1926). Más tarde se prolongarían hasta lo que hoy es el instituto Augustóbriga y lo que fue el prado del “Manco”, que los jóvenes aficionados al fútbol utilizaban frecuentemente antaño.
De lo anterior se desprende que, en sus orígenes, sus pobladores fueron mayoritariamente jornaleros, pastores, yunteros (agricultores que disponían de yunta de bueyes o mulos pero no de tierra para labrar) y pequeños agricultores. Dadas las peculiaridades de sus labores, me informan que la colaboración entre ellos siempre fue modélica, incluyendo la aportación que mayoritariamente hicieron para que la ermita de San Isidro fuera posible, que el futuro instituto Augustóbriga y las viviendas de la “Marcha Verde” fueran una realidad a partir de 1973. Más adelante crearían su propia Asociación de Vecinos, con sede propia y con gran participación en la vida social morala (por eso les aplico ese calificativo en el título, carsmático).
Al principio no disponía de servicios básicos, caso de establecimientos comerciales o de ocio, pues para ello se desplazaban a la Plaza Vieja o al entorno de San Andrés y antigua carretera.
Sin embargo y a medida que pasaron los años, progresivamente fueron haciendo acto de presencia diversas entidades: desde bares y tabernas como las de Lucio el Palo, el Gol, el Tropezón, Antonio el Cairo, el Moreno, Antonio el Merri, la de la tía Paulina y, en los últimos años, el París; sin menospreciar a las pitarras del Granaíno, de su cuñado Eugenio el Vicentón, la de Ángel Corisco y la de Lázaro; hasta tiendas como la de tía Úrsula, la de Julia y Emilio (que posteriormente llevaría su hijo José), la del Pintado, la de Carmen (que se permitía la delicadeza de vender a través de unas cartillas (tan usuales antaño) o la de Mariano el Cuerda; la panadería y dulcería de Juan; o los bordados de Sole y Pilar; sin olvidar las exquisitas verduras de Pepa y el tío Felipe; el taller-carpintería de la familia Gómez (Germán, Ventura, Antonio, etc.), el taller-carretero de los Simones o las fraguas y herrerías de los Luises (a ambos lados del arroyo Casas) y de Emilio (junto al reseñado puente del Árbol); así como la sillería de Alfonso. Como podemos observar, omitimos las instaladas al otro lado del arroyo o en la carretera; y, como es lógico, me habré olvidado de algún establecimiento, que ustedes mejor que yo recordarán (insisto en que yo sólo llevo aquí 40 años, muchos para ciertas cosas, pocos para otras).
Y, al margen de los indicados antes, no deberíamos olvidar a muchos de los personajes singulares de esta ejemplar barriada (que me disculpen, como antes, si recurro a los motes u otras expresiones identificadoras): el patriarca gitano Isidoro (que aglutinó en aquellos años a los pocos vecinos de esa etnia que entonces moraban allí), don Casimiro (un coronel republicano exilado en Navalmoral, casi siempre con un libro bajo el brazo, que tuvo una gran actuación en este distrito), el tío Cutillo, Juan Cruz, Pedro el Pata, Rufino Borrasca, el inolvidable Satu, los Feochos, los Ruinas u otras personas entrañables cuyos motes omitimos porque ignoro si sus descendientes serán capaces de asumir sus tradicionales apodos, como siempre se les ha recordado.
Vaya nuestro mayor reconocimiento a ese barrio tan emblemático y a su gente encantadora, los “cerrucos” de nuestra localidad.
En la imagen, mostramos una postal antigua del barrio, con las calles aún empedradas: muy significativa para conocer cómo era en el pasado.