HISTORIA VIVA DE MOLINA DE SEGURA (MURCIA) ENTRE SEPULCROS • LÓPEZ MENGUAL GUÍA HOY LA VERSIÓN TEATRALIZADA DE UNA RUTA POR EL CEMENTERIO QUE HAN REALIZADO YA 1.200 PERSONAS
Jun 28 2019

CON LA AYUDA DE LOS CRONISTAS OFICIALES MANUEL ARNALDOS Y ANTONIO DE LOS REYES, HA COMPLETADO Y ENRIQUECIDO EL RELATO DE LOS ENTERRADORES

La novia, amortajada para purificar sus pecados, en una de las calles del cementerio de Molina. / GUILLERMO CARRIÓN / AGM

Conocer la historia de la localidad de Molina de Segura es una de las posibilidades que ofrece una visita a su cementerio. Eso pensaron los enterradores que trabajan en el camposanto Nuestra Señora de la Consolación -Teodoro, Pina y José-, que, enamorados de su trabajo, acudieron al ‘escritor mercero’ Paco López Mengual para hacer realidad su iniciativa.

Más de 1.200 personas han pasado en el último año por la necrópolis molinense en la visita nocturna que organizan las concejalías de Turismo y Cementerio. Una propuesta cultural que este viernes se renueva con un paseo teatralizado, en el que irán apareciendo algunos de los protagonistas de anécdotas y curiosidades, pero también de la explosión económica que convirtió Molina en ‘El Dorado’ a mediados del siglo pasado. «Esto era como el Oeste, había días que venían de toda España 200 personas y todos ellos encontraban trabajo en la conserva», cuenta.

Abierto en 1909, para sustituir al anterior cementerio -estaba en lo que hoy es el Colegio Sagrada Familia-, en sus panteones, capillas y tumbas se esconde la historia económica, política y social de una Molina pujante, aunque sus residentes cruzaran hace décadas la frontera y entraran «en ca’Tomasa». Así es como decían en la localidad que llevaban a un difunto al cementerio. «El camino por el que se accedía desde la carretera nacional tenía en su inicio un ventorrillo regentado por Tomasa, donde servían vino y garbanzos ‘torraos’ y los amigos del finado le echaban el alboroque para darle el último empujón al otro mundo».

Con la ayuda de los cronistas oficiales Manuel Arnaldos y Antonio de los Reyes, y algunos de los estudiosos de la conserva, como Santiago Pastor y Paco Conesa, Paco López Mengual ha completado y enriquecido el relato de los enterradores, que revela que el cementerio está muy vivo.

30.000 ‘almas’ reposan en esta necrópolis que, en contra de lo que se dice (‘la muerte nos iguala a todos’), mantiene la diferencia entre ricos y pobres. Lo cuenta Paco, cuando ya reina la Luna en solitario sobre el firmamento y la oscuridad se apodera del día transformándolo en noche, mientras se accede al camposanto bajo el ángel que corona el pórtico de entrada. «Este cementerio se planifica como una ciudad para los vivos: con calles, manzanas, zonas de servicios, zonas verdes, bancos y barrios de ricos y pobres. Esta es la zona VIP» de la ciudad de los muertos, dice sobre la calle Rosales y tras cruzarnos a un enterrador de época, pala en mano.

Una viuda reza ante el sepulcro de su esposo. / GUILLERMO CARRIÓN / AGM
contraluz de la zona de tumbas del Cementerio de Nuestra Señora de la Consolación. / GUILLERMO CARRIÓN / AGM
El enterrador cruza frente a la entrada principal del cementerio. / GUILLERMO CARRIÓN / AGM

Recuerda el escritor local que, gracias a la junta del cementerio, desapareció el ‘limbo’ (un espacio puertas a fuera y en terreno sin consagrar, donde, se enterraba a niños sin bautizar, suicidas, prostitutas y desahuciados). La junta se saltó a la torera las órdenes episcopales y dio sepultura a todos los restos óseos que este ‘limbo’ acumulaba en suelo consagrado. «Se cuenta que el último en habitar el ‘limbo’ fue, en los años 50, El Coneja, un vecino aficionado a la bebida al que un policía le colgó el cartel ‘Soy un borracho’. Ese día no bebió, pero a la mañana siguiente apareció ahorcado».

No esperen gárgolas ni llamativas vidrieras, ni siquiera grandes panteones o mausoleos, el cementerio de Molina «es, como la ciudad, funcional», a excepción del de la familia Martínez Rodríguez, un adinerado constructor, Fermín, que, al morir su hija a una edad prematura, le quiso hacer un monumento funerario. Así que, cogió al arquitecto y, en avión privado, viajó a Milán, de donde copió un modelo e importó todos los materiales.

En la vía principal del cementerio molinense, reina la tranquilidad. La convivencia es pacífica pese a que comparten espacio republicanos y nacionales. En la calle Rosales reposan los restos de al menos diez alcaldes. Muy próximo está Enrique Gil Funes, al que intentaron fusilar los dos bandos. También comparten esta vía principal de la necrópolis las diez familias artífices del gran ‘boom’ conservero de Molina, entre las que destaca a las tres pioneras (Hernández Gil, Gil Funes y Maximino Moreno). Una pujanza con la que conquistaron Europa pero que, por otra parte, apenas repercutió en mejoras para la población. Y cuenta cómo, Pedro Gil, alcalde, quiso establecer un impuesto a los grandes empresarios para mejorar las infraestructuras públicas en 1968 y que la rebelión de los conserveros casi le cuesta la vida. De hecho, constata que una de las pocas huellas que han quedado de aquella época dorada es el estadio Sánchez Cánovas, pagado por quien fue el rey de los envases metálicos en España -«fabricaba los botes para Coca-Cola»-, vicepresidente del Real Murcia y presidente de un Molinense que batió records (estuvo dos temporadas sin perder).

Caminando entre capillas, podrán descubrir anécdotas como que Franco comía pipas tostadas en Molina y compradas en la plaza de San Roque, que le llevaba José Vicente Martínez, chófer de la familia. También verán a una viuda de luto riguroso rezando a los pies de la capilla de Rogelio Gil Funes, «el que más propiedades tenía, más incluso que el Conde Heredia-Spínola», por cuya muerte la familia decretó dos años de luto riguroso, como mandaba la costumbre.

Conocerán también a quiénes hicieron posible que de cada cinco golosinas que se consumen en España cuatro sean de Molina: Juan Antonio Prieto, emprendedor que pasó de la industrial del cañizo y las escobas al pimentón, para, finalmente, crear una fábrica de chocolates y caramelo, y vender la maquinaria diseñada para ello a la industria de la golosina que, a día de hoy, sigue reinando en España y buena parte del mundo. Y descubrirán que su hijo, Indalecio, tomó el nombre de Indalecio Prieto, ministro de la Segunda República con quien no estaba emparentado, en su honor y por la tremenda admiración que le profesaba.

También verán a ‘Anita de las misas’ por la calle Morera, una joven heredera que, huérfana y engañada por un galán, se vio de la noche a la mañana despojada de todas sus riquezas por su farsante prometido. «Desde entonces, anunciaba por el pueblo las muertes y la hora del sepelio a cambio de una limosna. Fue la precursora del coche de los muertos que en Molina todavía se usa».

Uno de los actores caracterizado de fraile, protagonista de una de las anécdotas ocurridas en el cementerio. / GUILLERMO CARRIÓN / AGM

También podrán descubrir a través de su administrador, Vicente Hernández, la figura del todopoderoso Conde Heredia-Spínola, a quien le deben su nombre los dulces molinenses conocidos como tortas del conde. Acercase a la figura del mecenas de la cultura Eduardo Linares, médico, fundador y jugador del Atlético de Madrid (también jugó en el Real Murcia), cuyas hijas fueron las primeras mujeres de Molina en acceder a la universidad y que creó la Escuela de Artes y Oficios y se dedicó a buscar niños talentosos sin recursos para que recibieran formación. Una calle, una plaza y un instituto le rinden hoy tributo.

Aunque el miedo no forma parte de este paseo, sí ha mortificado a algunos de los trabajadores del cementerio. Cuentan que a José Lacalle no le duraban mucho los albañiles que contrataba. Una vez se cayó en una fosa y quedó cara a cara con un cuerpo. Su empleado, al ver a su jefe en esas circunstancias, sufrió un ‘shock’, puso pies en polvorosa y no volvió ni a cobrar.

Cerca del osario común, «donde reposan los sueños, ideales y sentimientos de los que no encontraron su camino», encontrarán a la novia. Junto a ella descubrirán la costumbre a que sometían en Calasparra a muchas mujeres para purificar sus pecados.

Podrán rendir honores ante las tumbas de personajes célebres de Molina, como Jaime López, uno de los precursores de la honda afición a la música que hay en Molina; al escritor Salvador García Aguilar, Premio Nadal, entre otros logros; a José Martí, el cartero que llevó la primera bicicleta en Molina; a Don José ‘El Cubano’, de costumbres estrambóticas para la Molina de la época, que Hernández Gil contrató para introducir sus productos en EE UU.

O incluso, verán hacerse carne al fantasma del cementerio. «Supuestamente, es el inquilino de una tumba casi anónima que siempre estuvo vacía». Con aspecto sano y apenas 40 años, un hombre murió en plena epidemia de catalepsia y sus amigos, esperando verlo resucitar, lo llevaron a hombros a hacerle el alboroque a ca’ Tomasa. Cuando por fin llegaron al cementerio, estaba cerrado. Así que dejaron el féretro en la puerta y regresaron a hacer tiempo al ventorrillo. De vuelta al cementerio, el ataúd estaba vacío; optaron por no contarlo y enterrarlo sin el cadáver. «Se cuenta que el personaje que algunos vecinos ven merodeando entre las tumbas es el fantasma de este hombre, a la espera de que devuelvan su cadáver». Pues ya saben, pasen y vean. Hay mucho más allá de lo que se puede ver.

Fuente: https://www.laverdad.es/ – PEPA GARCÍA

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