POR ANTONIO LORENZO TENA / MANUEL POGGIO CAPOTE, CRONISTA OFICIAL DE SANTA CRUZ DE LA PALMA (CANARIAS)
Uno de los lugares más emblemáticos del municipio de Tijarafe es el denominado barranco del Jurado, situado en las proximidades del núcleo de Candelaria. Espacio natural de mar a cumbre, protegido por su riqueza en endemismos de flora y fauna, lugar de asentamientos prehispánicos, toma su nombre de una peculiar característica física visible desde la carretera general: varias oquedades abiertas en la roca basáltica. A través de la más grande, hoy desaparecida, se abría paso un antiguo camino real.
Desde el siglo XVI, existen referencias documentales a este topónimo. Así, en una escritura que data de 9 de diciembre de 1546 ante el escribano Domingo Pérez, se menciona un censo y tributo vendido por Juan Ruiz señalado sobre “un pedazo de tierra de pan sembrar sobre el barranco de El Horado”. Igual denominación se utiliza para citar unos terrenos adquiridos por Catalina Álvarez Cordero, viuda de Juan Fernández, mercader, el 18 de septiembre de 1559; del mismo modo que el 6 de octubre de 1561, figuran unas tierras que pertenecieron a Leonor Martín “en las fajanas del barranco de La Horada”.
Como se comprueba durante el transcurso del tiempo, el topónimo experimentó una notoria transformación tomando las formas Horadado, Horado, Horada, Jorado o Jurado, todas ellas en clara alusión a la perforación natural (juro o agujero) existente en el cañón.
La magia del lugar no pasó inadvertida para los transeúntes que lo frecuentaron. Viera y Clavijo subrayó las singulares características de aquel paso señalando como la naturaleza formó “el arco de un puente en la peña viva”. En el siglo XIX, viajeros foráneos que anduvieron por los agrestes caminos del norte, como es el caso de los ingleses Charles Edwardes y el reverendo C.V. Goddard, mencionaron “El Jorado” en sus memorias de 1887, publicadas en Inglaterra un año después. Por su parte, el francés René Verneau describe el paraje en su obra de 1891, Cinco años de estancia en las Islas Canarias.
El suelo de la zona es inestable y de cierta peligrosidad; buena muestra es el accidente de Thomasa de la Cruz, moza que falleció en 1790 y “la hallaron derriscada y muerta en el barranco de El Jorado donde dicen la Viña Grande”. En época más reciente, en septiembre de 1903, como consecuencia de un temblor de tierra sentido en toda la isla, se desprendieron algunos riscos y se hundió la arboladura de un pequeño túnel natural, localizado también en este barranco que secundaba su denominación.
Su peligrosidad auspició la colocación de una imagen de Nuestra Señora de las Nieves, situada en la pared izquierda del antiguo arco, donde aún pueden verse restos de madera del primitivo nicho que la albergaba, accesible desde el camino a través de unos toscos escalones tallados en piedra. Hay que tener en cuenta, además, que la imagen de la Virgen se ha considerado, desde tiempo inmemorial, como protectora ante volcanes e, incluso, frente a la propia integridad física de la isla. La devoción popular imaginó una inscripción que tendría grabada en el dorso la efigie que se venera en la capital insular que rezaba: “La Palma, no será hundida, ni quemada, ni anegada”. Lo cierto es que esta supuesta inscripción denota el amparo de la patrona local en estas contingencias.
Más tarde, en previsión de un inminente derrumbe del arco mayor, la imagen fue colocada al margen de la carretera LP1. La obra se había ejecutado mediante suscripción popular promovida por el párroco de Tijarafe Manuel Velázquez Ortega. La referida bóveda terminó desplomándose a mediados de la década de los sesenta. Poco después, en julio de 1969, sobrevino la tragedia con la muerte de cuatro personas que trabajaban en el acondicionamiento de una pista forestal, a causa de un desprendimiento en las inmediaciones.
Del aspecto de aquella gran cimbra de piedra de unos cuatro metros de grueso, se conservan varias imágenes. Una de ellas es una fotografía de Manuel Rodríguez Quintero (1897-1971) de mediados del siglo XX. Otra, es una instantánea captada por la cámara de Miguel Brito Rodríguez (1876-1972) a principios de esa misma centuria en la que recogió la oquedad en toda su magnitud. Queden estas líneas y esta última fotografía, fechada el 6 de marzo de 1908, como recuerdo de uno de los elementos más característicos del paisaje de La Palma que, pese a los avatares del tiempo, aún mantiene parte de su pintoresca fisonomía.