MANUEL GARCÍA CIENGUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ)
Ahora, en los quehaceres de estos días, ando rebobinando los fotogramas que todavía permanecen y duran de aquella mañana que suscitaba, sin necesidad de convocatoria porque no era necesaria, una fiel concurrencia. Recuerdo aquella larga fila de los eucaliptos que se asomaban largos y tiesos desde el Matadero hasta el camino viejo de Barbaño, buscando el Encinal y la Huerta Blanca. Recuerdo sus descamisados, despojados y rasurados troncos. Aquellos eucaliptos tenían un color de diseño. Viejos, antiguos, erguidos y firmes. Testigos del tránsito de los días, de la vida y sus ocupaciones. Allí, sobre los troncos, se tatuaron nombres sobre corazones traspasados, dando fe de un amor que no ruborizaba a quienes lo profesaban. Los viejos eucaliptos, que luego fueron decapitados, se unían haciendo entre sí arcos triunfales al paso de un animado cortejo que traía el dulce aroma profundo de la albahaca por la corriente suave de aire fresco de la mañana de finales de agosto.
Llegaba primero la bandera. Era de tela encarnada con una cruz de plata en lo alto, y unos borlones que la sujetaban. Aquellos colores patronales ya perdidos, y aquella bandera sobre el hombro de su ermitaño, Pedro Vázquez, abriéndose paso, divulgando con su peculiar voz pregonera: “Viene, ya viene la Virgen Santísima de Barbaño”. Y allí, junto a Ella y con Ella, la figura de un fiel devoto que año tras año, la traía y la llevaba. Allí, entre la multitud, al lado de Ella, siempre estuvo Francisco Antolín, un excepcional servidor que cuidó, durante años, junto a la familia Thomas, del ajuar y casa de Nuestra Señora, bajo la custodia de la inolvidable Paula.