EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REALSITIO DE SAN ILDEFONSO (MADRID)
Es curioso cómo el uso cotidiano de los conceptos históricos acaba por desgastarlos. Resulta tan normal escucharlo en boca de la gente, que uno los asume como el respirar; como el lento y cansino caminar diario; como la mala gripe otoñal. Así se siente un servidor cada vez que un político español utiliza el término “Golpe de Estado” al modo de chascarrillo ofensivo habitual contra sus oponentes. Y sepan ustedes que no es algo baladí. Este Santo País ha sufrido golpes de Estado a mansalva. Según las cuentas del que suscribe, llegamos ya a las trece asonadas contra el orden establecido, desde que el Teniente Coronel Rafael del Riego se paseara por todo el sur de España tratando de levantar al pueblo contra la tiranía del Antiguo Régimen encarnada en la persona de Fernando VII, otrora deseado, entonces odiado por aquellos que defendieron la liberalización de la sociedad española.
De entre todos esos golpes de Estado, en este Paraíso tenemos la desdicha o fortuna, vayan a saber, de haber albergado al menos dos de los citados motines políticos que condujeron, en ambos casos, a una transformación de las estructuras de eso que los nacionalistas llaman Estado Español y el resto del mundo España. El más conocido y estudiado por mis queridos paisanos es el que se produjo en el año 1836, cuando un grupo de suboficiales del ejército que debía proteger a la Reina Gobernadora, María Cristina Borbón Dos Sicilias, se tomó a pecho que la dicha señora, que debía proteger el liberalismo del Estado Español, protegiera sus intereses propios con la emisión de una carta otorgada en 1834 que soslayaba claramente los avances logrados en las Cortes de Cádiz de 1812. Violentada la protección por parte de estos sargentos, bien apoyados desde la capital del Reino, y puesto a buen recaudo el marido morganático de la señora reina, don Agustín Muñoz, no tuvo más remedio que jurar aquella constitución gaditana y promover la aprobación de una nueva al año siguiente.
Sin embargo, ciento once años antes, otro golpe de Estado se había producido en el Real Sitio del que muchos de Vds., queridos lectores, tendrán pocas noticias, básicamente, porque no aparece como tal en los libros de enseñanza de la Historia de España. De hecho, resulta un tanto extraño que se considere golpe de Estado cuando es la propia realeza la que violenta la esencia del Estado.
En efecto, el 10 de enero de 1725 Felipe V volvía a ser rey de España tras la muerte de su primogénito, Luis I, el 31 de agosto del año anterior. Alguno pensará que, en fin, lo lógico tras la muerte del rey era que su padre retomara el trono como si el reinado de su hijo hubiera sido un paréntesis sin más. Sin embargo, la cuestión fue bastante peliaguda. Para empezar, Felipe V había abdicado previamente a la proclamación de su hijo, por lo que, de facto, había renunciado a ser rey de España, saliendo de la línea dinástica. Por consiguiente, tras la muerte de Luis I, la norma establecía que existiera un periodo de regencia, bien con un consejo, bien con un regente, que ostentara el poder regio hasta que el siguiente en la línea sucesoria, esto es, el Príncipe Fernando, tuviera edad suficiente para hacerse cargo de la responsabilidad. Dado que Fernando de Borbón y Saboya tenía entonces apenas doce años, la regencia debería haber sido ostentada al menos hasta 1729, momento en que el Príncipe de Asturias habría alcanzado los diecisiete años, los mismos que tenía su hermano mayor en el momento de recibir la corona por parte de su padre.
Y fue en ese momento en que se produjo el golpe de Estado. No me cabe duda de que Felipe V estaría encantado de ver pasar la vida desde su retiro en el Paraíso, asistiendo a la regencia de la minoría de su segundo hijo. Pensar que la reina abdicada, Isabel de Farnesio, compartía los pensamientos de su regio esposo, es otro cantar. No me negarán que aceptar la jubilación a los treinta y dos años tenía su aquel, sobre todo si uno pretendía que prevaleciese su dinastía y no la iniciada por el rey padre con su primera esposa. Así que, ni corta ni perezosa, la reina Isabel se saltó el ordenamiento jurídico, ya fuera en base a la ley o a la costumbre, y consiguió convencer a su perplejo marido de retomar el gobierno del reino, aunque con ello le acabara por trastocar el poco orden que aún mantenía en su cabeza. De modo que, sin quererlo, Felipe V se convirtió en el único rey que reinó dos veces en España y su señora esposa, la reina Isabel de Farnesio, en la primera y, a día de hoy, única golpista de la historia patria.
Y es que, no me negarán, la jubilación anticipada es apetecible para algunos, pero para otros, naranjas de la China. Especialmente si una es de Parma y veranea obligada en el Real Sitio de San Ildefonso.
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