POR JOSÉ ANTONIO FILTER RODRÍGUEZ, CRONISTA OFICIAL DE CAÑADA ROSAL (SEVILLA)
En estos días una parte de la Avda. de las Acacias conocida popularmente como “la Cerilla Chica” (el artículo acortó la palabra “Acerilla”), está siendo sometida a una importante reestructuración viaria que hará más fluido y organizado el tráfico pero acabará con la identidad y los rasgos que han dado nombre a este rincón de nuestro pueblo.
Una calle de las más cortas y pequeñas del pueblo que nace a finales de la década de los 50 del siglo pasado en terrenos cedidos por el Ayuntamiento o vendidos a bajo precio a familia modestas y con pocos recursos siguiendo la carretera camino de La Luisiana. Una calle pequeña pero bulliciosa y llena de vida como ninguna hasta que llega la fiebre de las urbanizaciones y como la mayor parte de nuestro casco histórico ha ido muriendo poco a poco al mismo ritmo que sus vecinos han ido envejeciendo y sus hijos marchando del pueblo o formando nuevas familias en lugares nuevos urbanizados.
Cuando llegué a “la Cerilla Chica” en el año 1960 tenía unos seis años. Venía de la calle principal del pueblo, de la Arrecife, aunque de alquiler y en esa calle nací gracias a las benditas manos de Encarnación, la matrona que tantos niños y niñas ayudó a venir a este mundo por esos años.
Pasar de una vivienda, bueno mejor de una habitación levantada en el corral de la casa donde en un mismo espacio se compartía cocina, salón y dormitorio, a una casa de apenas 70 u 80 metros pero con sala de estar, cocina independiente, dos dormitorios, patio con pozo y cuadra para la burra (pieza clave de la economía familiar) era todo un cambio a mejor, aunque no contara con cuarto de baño ni agua potable. Eso llegaría años más tarde.
Cuando mis padres Leonardo y María, mi hermano Enrique y yo nos trasladamos a vivir a “la Cerilla Chica” coincidimos con la llegada también de la familia Coco y la de Pere con la que mantuvimos todos mis hermanos y yo una estrecha relación de juegos y amistad. Por entonces era una calle pequeña pero llena de voces y carreras de niños, con mucha vida y con mucha alegría a pesar de las estrecheces que por entonces aún se pasaba. Una calle que con apenas cien metros de larga vivíamos más de cien personas cuando hoy apenas se llega a la decena. La mayor concentración de habitantes por metro cuadrado del pueblo, con mayor índice de natalidad y mayor crecimiento vegetativo. Aunque Triana, un nuevo barrio que nace al otro lado del arroyo del Lagar por estos años no se quedaba atrás. De hecho manteníamos entre los chiquillos nuestra rivalidad y defendíamos nuestros espacios como propios.
En la banda derecha, haciendo esquina y buscando La Luisiana estaba la casa de mis padres, hoy del “Mutilao” (siete de familia), le seguía la familia de Pepe “Pinito” y Rosario (siempre recordaré sus buenísimas aceitunas negras “atrojas” que rebuscaba). Ellos eran seis. A continuación Miguel y la “Chica Perillo” (cinco). Me enteré que se llamaba Adoración en su funeral. Su muerte repentina y sin asistencia médica protagonizó el primer movimiento ciudadano para “echar” del pueblo al “casi” siempre ausente médico don Ramón. Y lo conseguimos. Tenían como vecinos a la familia más numerosa de la calle, los “Tobalinos” con once miembros. Nunca los ví a todos juntos sentados en la mesa para comer. Juan proveniente de Tolox se casó con la colona Carmen Hans y trajeron al mundo una gran prole que años más tarde dieron vida a un nuevo pueblo de colonización, al igual que varias familias numerosas carrosaleñas que recibieron de Franco unas tierras de regadío por el término municipal de Los Palacios y Utrera, que con su esfuerzo y trabajo consiguieron el pan de cada día que necesitaban. Con la marcha de los “Tobalinos” se incorporan más tarde, ya de vuelta de la emigración como nuevos vecinos Paco Guerra y Ali (cinco de familia). La carnicería que montan le da un toque comercial a la calle. A continuación estaba la casa más “señorial” de la Cerilla Chica, la casa azul que recuerda las viviendas de los pueblos de Portugal. Cuando llegamos a la calle vivían en ella la familia del Maestro Moreno, una dinastía de buenos albañiles, integrada por ocho miembros que unos años después marchan a Madrid y son relevados por otra familia numerosa, la del Guarito y Sole Espejo, más sus cinco hijos. Unos años más tarde y tras su marcha a Valencia mi padre, gracias a los ahorros de sus años de emigrante en Alemania la compra y nos mudamos a vivir a ella. Lindando Antonio y María Repeto, mujer discreta y trabajadora como nadie. Su hermano Antonio, querido y apreciado en la calle y en su pueblo era el primer vecino que cada fin de semana cuando llegaba de Sevilla se acercaba a saludarme. Nunca lo olvidaré. En la siguiente casa vivían Miguel, Encarna y sus cuatro hijos, a su lado Manuel Hidalgo (el de la Jualiana) y Anita la de Rubeño (seis de familia). Cuando ésta familia marcha a Dos Hermanas nos llega otra familia tan entrañable y querida como las que se van, la formada por el “Cuña” y Estrella que aporta a la calle ya una descendencia bastante menos numerosa, dos hijos. Al lado Pepe “el Coco” y María Méndez con sus seis hijos. Anteriormente vivieron por detrás de “la Cerilla Chica”, en la que hoy es calle Rafael Alberti. También en ésta calle, espaldas a la “Cerilla” se establecen años después Enrique Rúger y su mujer Valle. El Coco vende la casa a Luis y Ana construyendo su nueva casa en la calle principal colindante con la de Manolillo de la Jualiana y con la de la hermana de su mujer, Dolores Méndez y su marido Rafael. Siempre recordaré el silbido del Coco padre al llegar del trabajo y acudir todos sus hijos raudos y veloces a la llamada como si se tratara de un toque de corneta en la mili. Y terminaba la calle con la casa de “Pepichi”, Elia y sus dos hijas lindando con el transformador de la luz. Aunque también formaba parte de la gran familia de la “Cerilla Chica” aunque no estuvieran en línea Antonio Eduardo, su mujer Rosario y sus dos hijas. Ellos frente a su vivienda tenían un trozo de tierra con pozo que era patrimonio de todos. A él acudíamos con cubos y cántaros para sacar agua de su pozo que era el mejor de la calle. Siempre le agradeceremos su generosa hospitalidad a ésta familia cuyo pozo tanta sed alivió.
En la otra acera, margen izquierdo en dirección a La Luisiana comenzaba la calle, pasadas las paredes de “Revelo”, con la casa del Vito (trovador con arte), su mujer Celia y sus cinco hijos, a continuación Pepe Martín, María del Carmen y su también familia numerosa de cuatro hijos. La tienda de emergencia y la lechería del barrio o mejor de la calle. Todos nos criamos con la leche de las cabras de Pepe y Antonio Eduardo y allí acudíamos cada tarde o mañana después del ordeño con la lechera o el cazo. También a Pepe y María del Carmen les tenemos que agradecer el ofrecimiento del teléfono (el único de la calle) a los vecinos para recibir llamadas de familiares que se encontraban fuera del pueblo. Santa paciencia la de ésta familia. Le seguía la familia de los “Tumbas”, la matriarca y sus hijas María con su hijo Antonio y el matrimonio de Máximo, Rosario y sus cuatro hijos. Una familia que buscando un mejor futuro para los suyos encontró la muerte prematura en accidente de sus hijas Rosario e Isabel. De ellas siempre recordaremos su desbordante alegría, su simpatía y su vitalidad. A continuación tenían su vivienda Pepe Peñascal y Angeles Hans hasta que la ocupan, ya años más tarde, Rufino y Tere, que aportan dos hijos a la nueva generación de la Cerilla Chica y seguido vivía Salvador Delis “Pere” (poeta y barbero. Su barbería en la calle Arrecife era el Ateneo cultural de aquella época)), su mujer Patro y sus dos hijos. Colindando Francisco Barcá, Juana y el Mataor que aportan a la calle más tarde tres hijos: y Pepa Barcá, su marido y tres hijos que también emigraron a Cataluña. Aún recuerdo las cartas que Pepa me dictaba y yo escribía para su marido en Alemanía comenzando siempre por “Estimado esposo: Me alegraré que a la llegada de ésta te encuentres bien, nosotros por aquí bien. Gracias a Dios.” Y terminaba la calle con la casa de José, Anilla y su hija Puri que cuando se casa con Juanele fijan aquí su residencia y traen tres nuevos vástagos a la calle. Años más tarde se construye la casa de Andrés Barcá y Pepa la Bastiana que aportan tres hijas al vecindario.
La calle más chica y a la vez más grande del pueblo. La calle que llegó a tener del pueblo más vecinos por metro cuadrado en su época de mayor esplendor. Una calle de familias numerosas que esperaban como agua de mayo la llegada de final de mes para cobrar el subsidio que el régimen de Franco les concedía y que religiosamente pagaban en la antigua Tenencia de Alcaldía los funcionarios del Ayuntamiento de La Luisiana, Conejero y “Peseta”. Un alivio a las maltrechas economías de aquellos años.
Una calle en la que compartimos una infancia feliz, llena de necesidad y pobreza pero también llena de ilusión y sobretodo de dignidad. La “Cerilla Chica” era un hervidero de niños jugando por las tardes cuando las palabras “deberes” “tareas” o “refuerzo educativo” no estaban en el currículo escolar. El juego a piola, paredes, marro, salto a la mula, policía o ladrones eran las actividades extraescolares en las que nosotros mismos marcábamos las normas sin necesidad de intervención de mayores. Compartimos muchas cosas, incluso territorio. Todos teníamos asignado nuestro propio espacio, nuestro olivo, en la haza del Chacón, en donde a falta de “retretes” o cuartos de baños hacíamos nuestras necesidades básicas cada mañana, abonando la tierra del señor. Los amaneceres eran regueros humanos en busca del lugar establecido. Los primeros buenos días nos los dábamos cruzando la senda marcada que nos llevaba al destino elegido.
Así fue el devenir de la “Cerilla Chica” en aquellos años sesenta, la de la época del desarrollismo español, la de la leche en polvo de los americanos en la escuela, en la que se compaginaban las primeras letras con las temporadas de recogida de algodón o de faneguero en las aceitunas. Un lugar que poco a poco se fue vaciando con la emigración y que más tarde comenzó a agonizar con la marcha de aquellos chiquillos que abandonaron su nido para volar por sí solos. Pero atrás queda lo que nunca le faltó a la “Cerilla Chica” la alegría de vivir, la solidaridad y la generosidad de sus vecinos y sobretodo la dignidad de su gente.
Sirvan estas líneas que escribo como homenaje a los carrosaleños y carrosaleñas que un día, hace más de medio siglo, eligieron este lugar para vivir y para morir. Mientras haya alguien que te recuerde no dejaras de ser “LA CERILLA CHICA”.