POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Ya sé que quedan lejos los ecos de las bandas de la Semana Santa. Es que en este país se olvida todo rapidísimo. Que se lo pregunten a los que han perdido familiares por el terrorismo. Su soledad actual es infinita, sobre todo cuando el calorcillo del verano parece que invita a no amargarse. Sin embargo, con calor y todo, a mi me siguen despertando algunas noches los tambores de la Pasión. Porque esta primavera, viendo una procesión después de algunos años, sentí miedo por el futuro de España. Miedo por lo que observé aquella tarde, plantada casi tres horas de pie, en una esquina de Granada. Miedo porque ví desfilar algo más que penitentes. Porque me di cuenta de que no hemos cambiado casi nada. Y porque sospeche que no vamos a cambiar en el futuro.
Hace ya bastantes años un compañero de oficio me dijo que era un disparate que los niños se bautizaran. Porque, según él, la religión era la culpable del retraso andaluz. Al poco tiempo supe que ese colega era costalero de una cofradía penitencial. No es caso único. En una encuesta que hice a mis alumnos sobre el tema de retirar o no el crucifijo de lugares públicos, bastantes respondieron que no debe haber signos religiosos, pero que ellos sí participaban en desfiles de Semana Santa. Y que su Virgen era la mejor del mundo. Todo eso me vino a la cabeza en Granada, viendo una procesión, aquella tarde de una primavera cálida en la que sentí frío. Y miedo a que la primavera que realmente necesitamos no acabe nunca de llegar.
No voy a decir ni una palabra de lo que supone para un cristiano la Semana Santa. No estoy preparada para tocar un tema tan trascendente. Sólo contaré algo de lo que observe en esa tarde de Pasión y reflexión, a la hora en la que se pone el sol; cuando conseguí colarme en la primera fila del bullicio semanasantero granadino.
Recuerdo que a lo lejos se escuchaba la música. Pronto aparecieron los que vendían globos y chuches. A mi lado, apalancados en la valla, había una pareja joven con un niño chico. La criatura no paraba de darme patadas, sin que los padres le regañaran. Como se me dan bien los críos pensé que me convenía llevarme bien con él. Le regalé unos caramelos y le conté historietas. Surtió efecto. El niño terminó dándome la mano en lugar de darme con el pie. Con los padres tuve peor suerte; apenas me miraron. Fumaban y comían pipas sin parar. Dejaron el suelo hecho un asco. Y eso que uno de los servicios que ofrecía la cofradía era el reparto de bolsas para la basura. Ni siquiera ante el paso de las imágenes dejaron de chillar, soltando algún taco. Imaginé el tipo de educación que estaba recibiendo su hijo, y di gracias al Crucificado que pasaba por haberme librado de soportar en clase a su criatura. Se fueron pronto. Su hueco lo ocupó rápidamente una pareja de edad mediana. Resultó que eran docentes, y, según me contaron, forofos de la semana santa granadina, que, según ellos es la mejor de España. Me ilustraron con infinidad de anécdotas de cada hermandad. Pero fueron incapaces de reconocer la característica cruz de los Carmelitas. Por supuesto no sabían lo más mínimo de historia de España. Doy fe, porque esa tarde había decidido mirar mas allá de lo que pasaba delante. En realidad esta pareja vio poco el desfile, porque se pasaron el tiempo haciendo fotos con el móvil. Al final, en un momento de debilidad mía, asombrada ante la perfección con la que se desarrollaba la procesión, una verdadera obra de arte, me atreví a pensar en voz alta y dije que si en Andalucía trabajáramos todos cada día con el mismo entusiasmo con el que sacamos a la calle a Cristo seríamos el lugar más rico de la tierra. Visto y no visto: me fulminaron con una mirada, afirmando que lo que pasa en Andalucía en culpa de capitalismo. Ahí acabó nuestra conversación. Otras cosas tristes que ví esa tarde prefiero no contarlas. Pero confieso que por su culpa todavía suenan en mi cabeza tambores de Pasión. Mi papelera me dice que lo cuente por si me curo. Por si se me pasa el miedo. Pero no creo.