POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA CRONISTA DE ULEA-JORDAN (MURCIA)
Fue en el año 1990, cuando un grupo de murcianos, hicimos un viaje turístico para conocer los territorios de la Ribera del río Jordán y todo el enmarque de lo que fue Tierra Santa y lo queda de ella.
El guía, que hablaba un perfecto Castellano, nos adelantó el nombre del Río que íbamos a contemplar; «El Río Jordán», y los mares que abastecía de agua; » El mar de Tiberiades o Mar de Galilea» y «el Mar Muerto». Ambos situados a una distancia prudencial. Sin embargo, tienen unas características tan dispares que parecen no haber mamado sus aguas de la misma madre: «El Río Jordán».
El mar de Tiberiades también llamado mar de Galilea o Lago de Genesaret y, el otro Mar, llamado «Mar Muerto».
El guía, que se ganaba con honradez, el sustento de su familia, se esforzaba hablando y escenificando; al describirnos sus grandes diferencias.
El mar de Galilea es de un color azulado, lleno de vida, limpio y de grandes contrastes. En sus costas se reflejan los colores de las flores amarillas de sus impresionantes praderas. Por el contrario, el Mar Muerto, es una extensa laguna llena de salitre. Por tal motivo, el Mar Muerto no tiene vida; a pesar de ser surtido por el mismo río Jordán: Sus aguas están estancadas, salitrosas y malolientes.
El Guía Turístico, «muy teatrero» en sus ademanes y explicaciones, nos los ilustró con unas gesticulantes descripciones:
El Mar de Galilea, también llamado Lago de Genesaret o Mar de Tiberiades, transmite con generosidad toda el agua que recibe del Río Jordán y, el agua allí embalsada, es conducida a los campos colindantes, con la finalidad de regar sus tierras aledañas y saciar la sed de las personas y animales. Por tal motivo, nos decía, el agua del Mar de Tiberiades «almacena un agua altruista»; a diferencia con la del Mar Muerto, cuyas aguas estancadas no sirven para beber ni para regar sus campos aledaños. En una palabra: estamos ante «un agua inservible; un agua egoísta».
Nuestro guía turístico, sonriente y filigranero, nos dice qué, con frecuencia, se asemeja al comportamiento de algunas personas; y nos hace la siguiente distinción: Las que viven recibiéndo y dándose a los demás, de forma generosa, «tienen vitalidad y hacen vivir a los demás». Por otro lado, aquellas qué, egoístamente reciben, acaparan y, de forma insolidaria, no dan a los demás; son como las aguas estancadas, que no tienen vida; mueren y causan la muerte de todo cuanto les circunda.
Poniéndose hierático y solemne, nos dice: muchas personas se parecen al Mar Muerto: solamente reciben, atesoran y no se dan, para nada, a los demás y, por tal motivo se van fabricando una existencia amarga, desdichada e infeliz.
Otros, en cambio, dan a manos llenas; con generosidad y…. sin esperar recompensa alguna.
Sin saber porqué, nos damos cuenta de que cuanto más damos, más recibimos y, cuanto menos compartimos con los demás, más empobrecidos nos volvemos.
El Guía se ganaba muy bien su salario. «Parecía estar en Trance» y, de pronto, alza la vista y, con voz enérgica nos dice: «El que acumula para sí solo, está llamando a las puertas de la infelicidad qué, de forma inexorable, le llega».
Parecía haber acabado. De momento, se hizo un silencio sepulcral; entre todos nosotros.
Al poco, para despedirnos, nos dijo: ¡¡El que no apuesta por vivir y servir, no sirve para disfrutar de la vida!!
Todos, mohínos, agachamos la cabeza; en lugar de darle un fuerte aplauso. Sin duda se lo había merecido: «Estábamos en Tierra Prometida».
De vuelta, en el autobús, recordé «el Sermón de las siete palabras». A todo cuanto habíamos visto y escuchado, le denominé «El Sermón de los dos Mares». Tomé buena nota.