POR EDUARDO JUÁREZ VALERO CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Que nada acaba por trascender en esta sociedad que vivimos parece una máxima irremediablemente activa para cualquiera que sea el momento. Ni personas, ni instituciones, ni actos soportan el paso del tiempo sin que el olvido latente los abrace o, aún peor, sin que la tergiversación y corrupción del origen los convierta en incomprensible remedo de lo que fueron en realidad. Fácil es pensar en mensajes e ideologías, en actos de valor y compromiso, de sacrificio y abnegación convertidos en tristes reflejos obsoletos de lo que empezaron por ser. Tristes pensamientos estos, sin duda, que me han acompañado durante tantos años de estudiar el pasado y que, hace unos pocos días, me asaltaron una vez más frente a la ruina irredenta de lo que un día fue el gran ingenio de John Dowling, pulimentador de enormes espejos rescatado por Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert para aquella enciclopedia que habría de cambiar el mundo occidental al abrir la puerta de la industrialización y el progreso tecnológico.
Paseando la ruina aquella mañana de noviembre, fui pergeñando en mi interior el recuerdo que la historia tiene de aquel edificio, raído y desmembrado en la actualidad, pero orgulloso de haber abierto una tendencia en la mecanización industrial de un proceso vanguardista. Sentado frente a los muros caídos, a la sombra de una pared putrefacta que una vez albergó el sistema de generación hidráulica innovador, los destellos de aquel devenir me llevaron del trajín vidriero del siglo XVIII a la humilde adaptación a la realidad sufrida por la infraestructura ya entrado el XIX. La pérdida de competitividad de la fábrica, acosada por nuevos centros productores en Europa del Este e Inglaterra, el desarrollo de un nuevo ingenio aún más innovador en el interior del la Real Fábrica de Cristales del Real Sitio y, sobre todas las cosas, la insensata gestión política de la nación en manos de un rey incapaz y un valido corrupto, arruinadores ambos del esperanzador horizonte futuro que portó el reinado de Carlos III, abocó a aquel ingenioso recurso a un penoso transitar por el purgatorio de la industrialización menor e intrascendente.
Así, desmantelada la infraestructura principal que permitía recoger la fuerza corriente del río Cambrones para que moviera ejes, bielas y cigüeñales en armonizado pulimento de vidrios, la industria evolucionó al moldeo de metales, chapas y hojalatas para la construcción de hebillas y atalajes diversos. Del mismo modo que hiciera la familia Bourgón con la producción de vidrio a mediados del XIX, Eugenio Simón y Sandé consiguió arrendar el espacio para tamaño menester, cumpliendo con la política privatizadora de lo público iniciada bajo la regencia de María Cristina Borbón-Dos Sicilias en aras de liberalizar un estado incipiente que habría de fracasar a golpe de pronunciamiento y constitución. Hacia el año 1907 Luis de Castro se hizo con la titularidad de la fabricación de hebillas y cadenas donde antaño brillaron cristales prístinos y espejos monumentales, para acabar traspasándola a Pascual la Rosa e Infanzón, momento en que mi querido paisano, Marcelino Rodríguez Martín, el herrero de Baler, empezó a trabajar la forja en aquel maravilloso inmueble.
Cambiado el siseo de los cepillos y el traqueteo de las articulaciones de madera por los chirridos metálicos de los troqueles y los martillazos sobre yunque de Marcelino y sus compañeros, el ingenio desaparecido comenzó a producir hebillas y cadenas, botones, lengüetas y todo tipo de atalajes para la artillería presente en la capital segoviana, gracias a Félix Gazzola, desde 1764, así como toda clase de piezas para vagones y coches ferroviarios durante más de quince años. Desgraciada e incomprensiblemente, la fabricación dirigida por Pascual La Rosa cesó el 30 de agosto de 1914, iniciado ya el conflicto bélico que habría de constituir la Primera Guerra Mundial, para que la única actividad industrial de aquel conglomerado fabril fuese la producción de vidrio plano mediante grandes bulbos de vidrio conocidos como manchones que la cooperativa obrera Esperanza llevaba haciendo desde 1911.
Una vez más, huyendo del sentido común por el camino contrario al que apuntaba la oportunidad económica, la industrialización oportuna se alejó de ese maldito edificio, condenándolo a albergar una actividad artesanal parcialmente mecanizada y opuesta a la necesidad perentoria de un mercado internacional ávido de metal transformado. Como ocurriera en el resto del país, el ansiado proceso de renovación de la industria fabril española pasó de largo, más preocupados reyes y políticos por controlar el ejercicio del poder, por el enriquecimiento propio y por la consolidación de un modelo de estado fracasado, que ocupados en apuntalar un futuro esperanzador cimentado sobre un tejido industrial consistente y evolucionado que no permitiera la consolidación de la lacra del desempleo como el mayor de los males sociales de aquella incipiente España democrática.
Y allí sentado, ante el cadáver de lo que pudo ser este Santo País, un humilde servidor no dejaba de pensar en la retahíla de oportunidades perdidas por una sociedad que casi nunca ha echado la mirada atrás para coger impulso hacia el futuro. Preñados de grandes ideas y con recursos más que suficientes para poder haber consolidado presentes llenos de esperanza, nuestro pasado ha transcurrido a través de gloriosas ruinas en pos de un futuro siempre incierto, ambiguo y, sobre todo, desconocido como las hebillas de Pascual La Rosa.
FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/las-hebillas-de-pascual-de-la-rosa/?fbclid=IwAR1CPay_JWM9byydLSld3diVMIlmFmDjSZNErkrxI89TyPwE41CoBJRvICQ