POR JUAN ANTONIO ALONSO RESALT, CRONISTA OFICIAL DE LA VILLA DE LEGANÉS (MADRID)
Me parecía imposible, era increíble. Tenía apenas 8 años y prácticamente acababa de llegar a Madrid como otro inmigrante andaluz más. Un Madrid muy diferente al actual donde trabajaba y vivía mi padre desde hacía mucho tiempo. Por circunstancias económicas y familiares graves tuvimos que cambiar «de aires». Llegué a Madrid a la Estación del Norte de la mano de mi madre y de mi hermana María y un pequeñajo, dos de mis hermanos que como yo emigrábamos para escapar de la crisis de los cincuenta desde mi pueblo natal Huércal Overa (Almería), y llegamos como otros miles de andaluces de esa época hasta la capital en busca de la fortuna y el porvenir de la familia.
Recién llegados, con los ojos bien abiertos lo hacíamos para ver las maravillas de la gran ciudad como era el Metro (suburbano), el tranvia, los semáforos o las grandes carteleras de la Gran Vía e incluso poder subir y bajar, sin destino alguno las escaleras mecánicas del Corte Inglés, de los Saldos Arias, de Sepu o Galerías Preciados; y con la poca conciencia de un chiquillo que mira pero no asimila lo importante del momento. Nos afincamos de alquiler en una casa de la Calle Antillón, cerquita de la Puerta del Ángel, la iglesia de Santa Cristina, de la Casa de Campo y el Puente de Segovia (antiguo).
Aquella fría tarde del 21 de diciembre de 1959, mi padre me llevó al centro de Madrid en el tranvía que bajaba del Paseo Extremadura y subía con la Calle Segovia hasta Plaza Mayor para poder ver a Franco que recibía en la base aérea de Torrejón de Ardoz, a Dwight D. Eisenhower, «Ike», presidente estadounidense.
Ike hizo a Franco el regalo de una primera visita a España del Presidente de los Estados Unidos, después de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial y avaló así la entrada del régimen franquista en diversas instituciones internacionales, tras año de haber sido de rechazado por las democracias occidentales, en la órbita internacional.
Franco y Eisenhower cubrieron en coche los 20 kilómetros que separan Torrejón de Ardoz de Madrid seguidos de tres coches negros impresionantes. Antes se les llamaba socarronamente “aigas”, uno de ellos descubierto, y fueron ovacionados en las calles madrileñas por un millón de personas, entre ellos mi padre y dos de sus hijos. Era puro espectáculo, banderitas, gritos y pura escenografía para avalar a una España empobrecida.
El anfitrión, pletórico, colgó en las calles madrileñas más de 60.000 banderas, distribuye 20.000 retratos de ambos mandatarios, encendió un millón de bombillas y 360 proyectores para iluminar Madrid, colocó vistosos arcos de triunfo florales. Y repartió miles de banderitas.
Verlos, los vi a los dos, subidos en un cochazo negro, Franco vestía de Militar el presidente norteamericano de negro con un abrigo y gorro que llevaba en las manos, pero fueron solo unos segundos, micro milésimas de segundos, porque entre tanto gentío, tanta algarabía, los caballos de la guardia de Franco y las banderolas de la Guardia y tanto nerviosismo, mi padre me aupó y fue solo eso. “estuve allí, por poco tiempo”. Y todo se hizo para poder ver a un súper líder del mundo como era en ese momento el general Eisenhower,.
No sería al único presidente de los Estados Unidos que he visto por las calles de Madrid, porque también a Richard Nixón y a Gerald Ford pude verles por las calles de nuestra gran capital del Estado, fue años mas tarde y en una calle de Madrid, que podría ser la Gran Vía, Princesa o Alcalá. Aquellos días ya era mas grande y me tuve que escapar durante “un ratito” del trabajo de la Notaria en la que trabajaba de la calle Velázquez 41. Para asistir a esa fecha, que decían era histórica.
E incluso estuvieron aquí, los astronautas del Apolo que pisaron la luna, tuvieron la oportunidad de viajar hasta España y ser recibidos con miles de banderitas y aplausos por los madrileños que querían conocer a aquellos tres hombres que han pasado a la historia de la Humanidad.