POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Siempre he pensado que no hay mayor locura que deshumanizar al ser humano. Alejarlo de su identidad social, como bien habría dicho Aristóteles, no es más que un despropósito injustificable. Imposible de comprender para aquellos que vemos en lo sociable del individuo la salvación de la humanidad. Nada de humano, por tanto, de sociable, ve este humilde Cronista en el alejamiento del mundanal ruido, la pérdida de la consciencia social y el abandono de la mezcla con los demás, esencia básica del aprendizaje y crecimiento personal. Que por más que me esfuerzo, no logro comprender la grandeza que hay en cerrarse entre los cuatro pétreos menhires que coronan el Juego de Bolos para conformar la Cueva del Monje, si no es para experimentar la laxitud inherente a la ausencia de humanidad y correr al tiempo a contarlo a los demás, pues un experimento sin conclusión y transmisión de lo aprendido es una experiencia fallida a todas luces. Así entiende el que suscribe lo que empujó a Santo Domingo de Silos hacia su cueva a la vera del Eresma o a San Juan de la Cruz para encerrarse periódicamente en aquellas diminutas cavernas calcáreas descubiertas para un servidor por el Maestro Fermín de los Reyes. Sin duda, la intención de los monjes jerónimos conformando el cenobio que albergaba la ermita de San Ildefonso, en el corazón olvidado del Real Parque, hubo de ser aquella de soportar el alejamiento para recobrar las ansias por sociabilizarse a la sombra de aquel gigante castellano en retirada que era Segovia a finales del siglo XV.
Ahora bien, en otras ocasiones, la locura se desarrolla no dentro del individuo, sino alrededor de este, inmerso en el sinvivir de una sociedad que no se alcanza a comprender. Así le debió ocurrir Gerardo, obispo de Segovia a principios del siglo XIII. Anonadada la clerecía a causa de las extrañas decisiones tomadas por el supuesto orate, el Papa Honorio III a través del arzobispo de Toledo y el rey de Castilla, Fernando III, tomó la decisión de inhabilitarlo en la sede, siendo sustituido por el Maestre Bernardo en 1224, tras el oportuno fallecimiento del insano obispo.
Curioso que es uno, dediqué parte de mi esfuerzo investigador en intentar comprender el sentido de aquella locura que había llevado a un Papa y a Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo guerrero de Toledo, a tomar tamaña decisión. Afortunadamente, encontré cierto documento en el archivo catedralicio que todo lo contiene, si se sabe buscar entre latinajos y letras góticas fracturadas, que aclaró aquel dislate. Al parecer, el buen obispo cesado andaba preocupado por el reparto de las rentas entre los clérigos integrantes de la mesa capitular; del mal uso que se hacía en el compartir y enajenar a los pobres campesinos, villanos y ciudadanos del excedente agrícola que su esfuerzo diario constituía. Obviamente, luchando por repartirse el fruto del trabajo de los demás, poco importaba empujar hacia la locura inexplicable a uno sólo, si en consecuencia se lograba preservar el beneficio de unos pocos bien argumentados.