POR EDUARDO JUÁREZ VALERO,CRONISTA OFICAL DE EL REAL SITIO DE LA GRANJA DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Uno de los principales errores para quienes el pensar se remanece como algo efímero y accidental es creer que este, el pensamiento, ocupa un espacio fijo en la naturaleza humana. Volubles y cambiantes como somos, resulta impensable creer en la permanencia de las ideas, fijas en un punto atemporal e inamovible. Como a buen seguro les confirmaría mi querido amigo y Maestro, el filósofo Antonio Fornés, en todo lo humano hay cambio y transformación que no tiene por qué ser necesariamente progresivo, lineal ni encadenado a una sucesión de causas y efectos por mucho que mi admirado Aristóteles así lo viera hace ya más de dos mil años.
Asumiendo, por tanto, que todo es cambiante y nada prevalece más que en el recuerdo nostálgico de los que no quieren ver la realidad del presente, asumir que categorías absolutas como la libertad pertenecen a un posicionamiento ideológico o, aún en menor medida, político resulta, cuando menos, irrisorio. Algo tan etéreo y sublime que ha costado siglos de comprensión y que fluctúa entre voluntades y destructores del mismo modo que los parásitos anidan en este o aquel pobre pino serrano, no puede ser asumido por una tendencia política, social u oligárquica. Que nadie es dueño del pensamiento ni este puede ni debe asentarse de ninguna manera, sino estar en eterno devenir, ya lo decía Luis Eduardo Aute.
No obstante, ha sido nuestra sociedad aficionada en el pasado a asumir todo lo contrario. Experta una parte de esta en apropiarse de las ideas absolutas, descabalgadas de su posición categórica, han acabado por convertirlas en un pim-pam-pum vacío que ya ni se aproxima a la demagogia de la chabacanería inherente a la que nos acostumbra su uso miserable. Libertad, justicia, bien común, progreso e, incluso, felicidad fueron argumentos empleados en las soflamas más ignominiosas escuchadas por aquellos españoles alineados contra un paredón, quebrados de las costillas de tanto trabajar o enviados más allá de la patria a cualquiera de las guerras que los intereses económicos de la oligarquía gobernante de turno quisiera defender con la sangre de un pueblo que, si de algo carecía, era de libertad. Ya fuera en nombre del rey o de la reina, de la nación, de la historia o del futuro que siempre miente al pasado, nuestros ancestros, nosotros, hemos venido comprometiendo nuestra libertad hasta el punto de no saber qué podría llegar a ser de este vivir si aceptáramos la responsabilidad de definirla.
De hacerlo, de proteger la libertad de los compromisos ajenos que todo lo enfangan, nos daríamos cuenta del secuestro al que, por lo general, estamos sometidos. Algo así debió de pensar Manuel Pando y Fernández de Pinedo, Marqués de Miraflores, al hacerse cargo de la gobernación de este Real Sitio en 1848. En franco declive, próximos la mayoría de los edificios públicos a la ruina; arrendada la Real Fábrica de Cristales y estando en peligro hasta las fuentes monumentales del Jardín del Rey, este Paraíso había caído en la desgracia del desinterés general, puesta como estaba la libertad de la nación en entredicho por la beligerancia continua de los reaccionarios carlistas. Estos, liderados por el infante Carlos María Isidro de Borbón, hermano menor del que fuera rey, Fernando VII, se habían arrogado la voluntad de asumir la jefatura del Estado por encima de la sucesión regia establecida por la pragmática sanción de 1830 que reconocía como heredera a la princesa Isabel. Negando la realidad legal asumida por la mayor parte de la sociedad, este infante don Carlos, apoyado en los estratos sociales menos proclives al liberalismo y el progreso social que alejara España del privilegio, secuestraron el devenir nacional abocándolo a una suerte de guerras señoriales travestidas de enfrentamientos civiles que, cuestionando el derecho al trono de una mujer, frenaran todo avance social hacia la mínima liberación de los que nunca supieron lo que ese concepto significaba. Sustentado, por tanto, en oligarcas comerciales periféricos, terratenientes inmovilistas y en todo aquel que defendiera los viejos ordenamientos forales no derogados por los primeros Borbón en la instauración dinástica del siglo XVIII, secuestraron el proceso de industrialización y avance económico enterrándolo todo en un tradicional galimatías ideológico sin sentido, de cuya incomprensión brotaron estos lodos que seguimos asumiendo en el presente más actual.
Y entre tanto secuestro imaginado, el Marqués de Miraflores cayó en la cuenta de que el susodicho infante don Carlos había tergiversado las escrituras para arrogarse la titularidad de la Casa de los Infantes, obra de José Días Gamones ordenada por Carlos III a finales del XVIII para dar alojamiento a sus dos hijos menores, Gabriel y Antonio Pascual, y a su séquito en las jornadas del Real Sitio. En línea con su proceder en el conjunto de la nación, el tal don Carlos había dispuesto del inmueble serrano a su gusto durante décadas, haciendo que un recurso del Real Sitio obrase en beneficio del peculio personal de tan atrabiliario personaje, haciendo además que este Paraíso participase indirectamente en la subversión implícita a la insurrección carlista. Así que, haciendo honor a su dignidad de administrador del Real Sitio, el Marqués de Miraflores logró liberar tan significativo edificio de la injusta prisión a la que había sido sometido por la falaz urdimbre de tan pernicioso individuo.
Ahora bien, puestos a aprender del pasado en este presente ilusorio, por lo que a este humilde Cronista respecta, aquel proceder, como tantos otros pasados y presentes, deja claro que, a la hora de defender la libertad, según dijo hace más de siglo y medio un aristócrata ruso iluminado, cada uno lo haga con la suya, de modo que no interfiera en la de los demás; pues con uno solo que la vea secuestrada, la humanidad entera estará bajo semejante infamia, ya que, en definitiva, esta, la libertad, no ocupa un lugar, sino todos.