POR ÓSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA OFICIAL DE LAGOS DE MORENO (MÉXICO).
Entre 1941 y 1943, período en que figura como Secretario de Educación Pública don Octavio Véjar Vázquez, se fundaron el Seminario de Cultura Mexicana así como El Colegio Nacional, instituyéndose luego, en 1945 el Premio Nacional de Ciencias y Artes.
En relación al Seminario de Cultura Mexicana, este se funda el 28 de febrero de 1942, por Acuerdo Presidencial siendo invitados 20 intelectuales de la época para conformarlo. Desde entonces, el Seminario sigue siendo integrado por grandes personalidades que fomentan la circulación de trabajos con contenido artístico, científico y humanista, a partir de una perspectiva multidisciplinaria que promueve actividades de distintas esferas de las ciencias exactas, ciencias sociales y las humanidades.
Sus fundadores: los pintores Frida Kahlo, Ángel Zárraga y Antonio Ruiz; los escultores Carlos Bracho, Luis Ortiz Monasterio y Arnulfo Domínguez; los músicos Julián Carrillo, Manuel M. Ponce y Esperanza Cruz; la cantante Fanny Anitúa; el grabador Francisco Díaz de León; el físico Manuel Sandoval Vallarta; los profesores Luis Castillo Ledón y Matilde Gómez, así como los escritores Gabriel Méndez Plancarte, Gregorio López y Fuentes, Enrique González Martínez y Mariano Azuela.
Su primer presidente fue el poeta jaliciense Enrique González Martínez, y su primer secretario el historiador y literato Luis Castillo Ledón.
Citaré algunos párrafos que escribió el doctor Sergio García Ramírez en relación al sesenta aniversario de su fundación, vigentes y bastante oportuno recordarlos hoy en día.
“La mejor parte de nuestra historia se ha desplegado en una obra creadora: el establecimiento de instituciones, columna vertebral de la República. Son producto y sustento de la nación. Sin ellas el tiempo sería de arena: se desharía muy pronto. Engendrarlas, cultivarlas, preservarlas, con deliberación o por instinto, ha sido el quehacer de generaciones laboriosas: un quehacer que les confiere sentido y destino; las pone a cubierto de la muerte; tiende puentes que remontan precipicios; propone un camino formal y sereno para que discurra la existencia y se eleve el espíritu.
“Por orden presidencial —orden irresistible en una nación de tlatoanis que iba mudando a Estado de derecho—, convocó a los primeros seminaristas el Secretario de Educación Pública, Octavio Véjar Vázquez, general y abogado: fórmula de la transición en marcha. Los diarios del 1o. de marzo siguiente dieron la buena nueva. “Veinte intelectuales se reunieron en la Secretaría de Educación Pública” —informó alguno—, organizados en “un grupo que pugnará por el desarrollo de la cultura nacional”.
“Fueron llamados a estrenar aptitudes evangelizadoras, como lo habían sido los doce franciscanos que vinieron cuatro siglos antes, aunque los de ahora fueran más de doce y ninguno fraile”.
En cuanto a El Colegio Nacional, en su decreto de creación de fecha 15 de mayo de 1943, se imponía un número de veinte miembros, que debían ser mexicanos por nacimiento, y se especificaba a quince miembros fundadores quienes debían escoger a los cinco restantes. Sus miembros debían impartir conferencias sobre su especialidad en sus instalaciones que deberían de ser abiertas a todo público y gratuitas estableciendo su sede en la Ciudad de México. La membresía sería vitalicia, especificando también las condiciones para llegar a perderla. Su lema: Libertad por el saber.
Sus miembros fundadores fueron: Alfonso Reyes, Diego Rivera, José Vasconcelos, José Clemente Orozco, Enrique González Martínez, Ezequiel A. Chávez, Antonio Caso, Ignacio Chávez, Isaac Ochoterena, Manuel Uribe y Troncoso, Carlos Chávez, Mariano Azuela, Manuel Sandoval Vallarta, Alfonso Caso y Ezequiel Ordóñez.
El Premio Nacional de Ciencias y Artes constituye el máximo reconocimiento que otorga el Gobierno de la República a mexicanos por nacimiento o naturalización, cuya trayectoria singular y aportaciones a la ciencia, el arte y la tecnología son ejemplo que engrandece nuestra identidad nacional.
El 30 de diciembre de 1944 el Presidente de la República Manuel Ávila Camacho promulgó el decreto para su creación, que se publica el 9 de abril de 1945 en el Diario Oficial de la Federación, constituyendo la Secretaría de Educación Pública la comisión administradora encargada de todo el proceso que por primera ocasión se entregó el 20 de diciembre de ese año a Alfonso Reyes en el Campo de Literatura, por su obra La Crítica en la Edad Ateniense; en ese entonces el Premio se entregaba por una sola obra.
Luego de hacer uso del catalejo para esta vista general, paso a tomar la lupa para la microhistoria, de manera ventajosa, aprovechando la visión familiar en torno al único de aquella generación, distinguido como miembro fundador del Seminario de Cultura, de El Colegio Nacional y ganador también de El Premio Nacional de Ciencias y Artes; se trata de un médico de pueblo aficionado a las letras, cuyo interés en la política le arrebata de la plácida vida provinciana al torbellino revolucionario para llevarle por avatares de violencia y escape que le situarán en derrota, alejado de la familia, fuera del territorio nacional del que nunca antes había salido ni volverá a hacerlo, con un amasijo de apuntes que habrá de hilvanar para sobrevivir, dando forma a lo que ha visto y escuchado en la que algunos consideran la obra más representativa de la novela de la Revolución Mexicana.
Ignorado totalmente, su fama literaria inició nueve años después de la inicial edición de Los de abajo, cuando Julio Jiménez Rueda escribió en El Universal un artículo en que hablaba del “afeminamiento de la literatura mexicana” mismo que finalizaba sentenciando que: nuestra vida intelectual ha sido artificial y vana.
Como consecuencia de lo anterior, Francisco Monterde entró a la palestra contestando:
…podría señalar entre los novelistas apenas conocidos –y que merecen serlo– a Mariano Azuela. Quien busque el reflejo fiel de la hoguera de nuestras ultimas revoluciones tiene que acudir a sus páginas.
La polémica desatada a partir de esta respuesta hizo que el nombre del médico-novelista y su obra llenaran páginas enteras e, incluso, que el mismo periódico iniciara la edición de Los de abajo con entregas periódicas.
Es así como Azuela empieza a ser reconocido por su crítica punzante a los regímenes emanados de la revolución, seguramente leído con simpatía por Véjar Vázquez quien le considera portador de las prendas necesarias para hacerle uno más de los seminaristas fundadores de la primera institución ya referida, Azuela aceptó, principalmente dada la gran amistad que contaba con su primer presidente, Enrique González Martínez, quien fuera su antiguo compañero de bohemias estudiantiles.
No se reponía de la primera invitación cuando le llega la de El Colegio Nacional, distinción que sintió inmerecida. Escribió el propio Octavio Véjar muchos años después de la muerte de Azuela:
«El 15 de mayo fue la solemne inauguración de El Colegio Nacional y, al día siguiente, me visitó en mi oficina el doctor Mariano Azuela para proponerme su renuncia. Con sincera modestia me dijo: –Cuando usted, señor secretario, me ofreció un puesto en la institución que iba a crear, no mencionó, ni había motivo para que yo lo preguntara, qué personas tendría de compañeros, pero anoche al conocer quiénes son me sentí fuera de su nivel cultural y después de pensarlo bien he resuelto declinar el honor que usted me hizo. Sorprendido le contesté que en mi concepto era el mejor novelista de la Revolución; con una obra fecunda desde “María Luisa”, en 1907, hasta “Nueva Burguesía” en 1941; con novelas como “Los de Abajo” que tenía ya dieciséis ediciones y estaba traducida a ocho idiomas, sin contar con adaptaciones al teatro y al cinematógrafo–. Concluí invitándolo a que me precisara quién podría sustituirlo; humildemente guardó silencio y retiró su renuncia. La visita del doctor Azuela, que fue también uno de los fundadores del Seminario de Cultura Mexicana, me dejó impresionado».
Hasta el final de sus días, Azuela siguió curando su frustración revolucionaria con el bisturí transformado en pluma, volcando con amargura la contemplación de esos farsantes que de un día para otro se convertían en los dueños de un poder desmesurado que permite hacer y deshacer ante las ovaciones de corifeos muy bien recompensados.
En cuanto al Premio Nacional, el 26 de enero de 1950 -dos años antes de su muerte-, el Presidente Miguel Alemán le hizo entrega del mismo: en virtud a sus altos merecimientos prestados a la patria a lo largo de una vida laboriosa y fecunda en el campo de la literatura y en consideración además al mérito sobresaliente de su obra Los de abajo.
Recibía este premio 35 años después de escribir su más famosa obra, la que se considera la novela mexicana más vendida de todos los tiempos. Al recibirlo, Azuela respondió, entre otras cosas:
«Si este galardón se me otorga por mi amor entrañable a las gentes y cosas de México, está justificado. En verdad yo no habría escrito ni una sola línea en materia literaria si desde mi juventud no me hubiera atraído con fuerza irresistible el deseo de producir algo acerca de nuestro país, algo que siempre fue de mal tono escribir, particularmente en aquellos tiempos en que, incluso la literatura, todo lo importaban de Europa.
De lo demás que pueda encontrarse en mi obra no me avergüenzo ni me ufano, porque siempre he creído que el artista no es más que un medio elegido por fuerzas que desconocemos totalmente y que para expresarse se valen de determinados seres humanos. El feliz hallazgo de un tema musical, de una combinación de líneas y colores, el acierto de un verso o pasaje de novela, no son a menudo –por no decir siempre– sino frutos de la subconsciencia. Pero vanagloriarse de esto sería tan insensato como absurdo que el cenzontle se ufanara de la variedad de sus trinos, o la avutarda se abochornara por la pesadez de su vuelo. Son dones, y el que los posee sólo está obligado a adueñarse de la técnica indispensable para producir su obra con la mayor perfección.
Pero, en mi concepto, este premio tiene además una significación que trasciende más allá de lo meramente personal. Se le concede a un escritor independiente, y esto equivale a reconocer en todo su alcance la libertad de pensamiento y la libre emisión de las ideas que le van aparejadas. Es decir, ese derecho por el que los mexicanos venimos luchando desde la consumación de nuestra Independencia.
Como escritor independiente, mi norma ha sido la verdad. Mi verdad, si así se quiere, pero de todos modos lo que yo he creído que es.
En mis novelas exhibo virtudes y lacras sin paliativos ni exaltaciones y sin otra intención que la de dar con la mayor fidelidad posible una imagen fiel de nuestro pueblo y de lo que somos. Descubrir nuestros males y señalarlos ha sido mi tendencia como novelista; a otros corresponde la misión de buscarles remedio.
En ocasiones hice la crítica acerba de la Revolución; mejor dicho, la autocrítica de nuestra Revolución, ya que tomé parte activa en ella con el entusiasmo de mis mejores años. Reconozco que la novela tendenciosa o de tesis es mala por lo que la enturbia como obra de arte; pero muchas veces tuve necesidad de decir, de gritar lo que yo pensaba y sentía, y de no haberlo hecho así me habría traicionado a mí mismo. No todos comprendieron esta actitud mía y a menudo fui censurado por ello. Por fortuna sí me comprendieron los que a mí me importaban más, los revolucionarios auténticos e íntegros.
He de proclamarlo muy claro y muy alto: ninguno de los gobiernos emanados de la Revolución estorbó jamás la publicación de mis escritos ni me tocó nunca en mi persona. Antes bien, en repetidas ocasiones los periódicos oficiales me han pedido mi colaboración literaria, y en el curso de la administración pasada el señor general don Manuel Ávila Camacho, ex Presidente de la República ahora, me honró con el nombramiento de miembro del Seminario de Cultura Mexicana y poco tiempo después miembro fundador de El Colegio Nacional, donde sigo laborando sin consignas ni cortapisas, con la misma libertad de que siempre he disfrutado».
En el autógrafo que le fue solicitado por El Colegio Nacional, Azuela deja estas líneas:
“…el hogar que abandonamos fue destruido y nos falta construir uno nuevo. No es cierto que esté terminado. Es posible que estos ladrillos sean distintos de aquellos, pero no lo es este látigo del otro. No nos engañemos, aun al precio de la amargura. Es preferible estar triste que estar tonto.”
Quedan sus mensajes para el análisis del México contemporáneo.