POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
Dedicado a mi buen amigo Tomás Sosa
Cuando sólo era un niño y algo más tarde un mozalbete sentía verdadero pánico a la hora de ir al barbero, que así se llamaban todos aquellos que ejercían en el ramo de la peluquería masculina.
En casa no se podía dilatar más de un mes el consabido corte de pelo, aunque éste se quedara en un simple apaño o recorte. Mi progenitor era hombre de rutinarias costumbres y no permitía que sus hijos fueran por ahí peludos, a imitación de aquel grupo anglosajón conocido por los Beatles, que ya a principio de los años sesenta marcaban el estilo y la moda a la hora de vestir y peinar.
Maestro Alfonso era el peluquero oficial de la familia y cada treinta días, aproximadamente, se acercaba a la trastienda de nuestro comercio de tejidos, confecciones, muebles y electrodomésticos, sito en la calle Tomás Morales nº3 del populoso y mercantil Barrio de Los Llanos. Para el profesional en las artes de la tijera se le improvisaba un espacio, en donde sólo había una silla y un cajón a manera de mesa auxiliar para colocar el peine, las tijeras y la maquinilla manual, completándose todo ello con una afilada navaja y un pequeño cepillo cargado de polvos talcos.
Por allí pasábamos sin orden ni concierto desde mi padre hasta el más pequeño de sus hijos, que era yo. En total, cinco cabezas, a las que había que sumar la de Perico, nuestro fiel empleado, así como la de su hijo Juan Francisco y alguna que otra más. El bueno de Alfonsito echaba la mañana en el pelar y el corregir nuestros improvisados y cargantes movimientos ¡quieto que te corto una oreja! Repetía una y otra vez y, a nuestro parecer, la promesa se podría cumplir de un momento a otro. Las artes de la barbería no eran tan sofisticadas como las de ahora y sobre todo a los niños nos daban unos tirones que a decir de unos y otros, nos dejaban fritos. Y eso que no había mucha ciencia en meter la maquinilla por detrás y sacarla por delante, dejándonos al uno o al dos toda la cabellera, a excepción de unos flequillos en la parte delantera, sobre la frente. Con los mayores se esmeraba un poco más, aunque tanto mi padre como su empleado predilecto se pelaban y peinaban de la misma manera, es decir, todo hacia atrás y cortito.
Cuando ya fuimos mayores se nos permitió ir a la barbería que maestro Alfonso tenía con su hermano maestro Eugenio, en la calle de detrás de la Parroquial de San Gregorio Taumaturgo. Y allí en medio de jaulas de mirlos, capirotes y canarios, así como algún jaulón conteniendo un bellísimo ejemplar de gallos de peleas, oíamos las más diversas y doctas conversaciones de aquellos expertos en toda clase de aves. Había quien prefería hacer someros comentarios sobre la pesca de caña o comentar en profundidad la última luchada canaria.
«Un buen día, yendo a visitar a unas vecinas que cariñosamente llamábamos las niñas de Medina descubrí una nueva barbería, que por aquellos días se iba a abrir y me tomé la licencia de ser uno de sus primeros clientes»
Un buen día, yendo a visitar a unas vecinas que cariñosamente llamábamos las niñas de Medina descubrí una nueva barbería, que por aquellos días se iba a abrir y me tomé la licencia de ser uno de sus primeros clientes. Entre las novedades aportadas estaba el uso de la laca y por tanto el abandono sistemático del pegajoso fijador. La modernidad venía dada por el llamado corte de navaja o a la navaja, que en mi caso permitía trocar mis rebeldes ondas y rizos en una cabellera cuasi lisa. El dueño y oficial mayor de dicho establecimiento no era otro que el joven emprendedor Floro Rodríguez Hernández, que pronto ganó prestigio y clientela por su buen oficio y su excelente humor. Mi poder de convicción fue tal que le llevé a mi hermano Julio César y a mis primos José Blas y Francis Hernández Delgado.
Llegó el tiempo del internado en La Salle de Arucas y allí descubrí otra forma más primaria del oficio de la barbería: algo más de cien alumnos, en bloques de diez en diez, éramos trasquilados que no pelados por una máquina inmisericorde que no entendía de estética, como tampoco lo hacía el peluquero que la manejaba.
Pasó el tiempo… y ya en La Laguna me dejé tomar el pelo por varios profesionales de la peluquería. Aunque mi rebeldía universitaria me permitía ir alargando los periodos entre corte y corte y así mantener las greñas a la moda del momento. Mi querida y siempre recordada profesora Mari Carmen Fraga viendo mis rizos y bucles me solía decir: ¡Anda Cupido, baja la persiana que voy a poner las diapositivas! Comentario éste que hacía reír, a carcajadas, a los veinticuatro compañeros de la especialidad de Historia del Arte. Por aquel entonces me pelaba en Telde a principios de octubre, volviendo a hacerlo durante las vacaciones de Navidad y Semana Santa para volver al peluquero ya bien entrado el mes de junio.
En mi andar de peluquero en peluquero y aprovechando mi estancia como profesor en el colegio de San Ignacio de Loyola de Las Palmas de Gran Canaria, alguien me indicó que en la calle Rafael Cabrera, en los locales comerciales de los recién creados aparcamientos Triana, se había establecido la célebre y prestigiosa peluquería Alemán y allí recalé, mes a mes, por espacio de unos diez años.
«Tomás Sosa siempre ha sido mucho más que mi peluquero. Amigo entrañable, confidente, consejero, cómplice…»
Al volver, laboralmente a Telde, y trabajando en la Casa Museo León y Castillo tuve la suerte de retomar una antigua amistad, la de Tomás Sosa. Él siempre ha sido mucho más que mi peluquero. Amigo entrañable, confidente, consejero, cómplice… y llevo visitando su taller de peluquería algo más de cuarenta años. Un día, como tantos otros, hablando de lo vivido y de lo humano, haciéndonos confesiones mutuas sobre el devenir de nuestras vidas, le pregunté si él sabría decirme cuántas cabezas había pelado en los cincuenta años que estaba instalado en la antigua calle Real, hoy León y Castillo, junto a lo que llamamos Las Cuatro Esquinas de San Juan Bautista de Telde y, echando números y muy a boleo, sacamos la conclusión de que habiendo pelado sólo una media de diez personas diarias -suelen ser algo más- el número aproximado de clientes atendidos superaban con creces los doscientos mil. Si este número puede parecer exagerado, saquen ustedes las cuentas y verán que nos quedamos cortos, ya que no hemos sumado las miles de cabezas peladas al cero de la que fue artífice en Hoya Fría, cuartel en el que hizo parte de su servicio militar.
El amigo Tomás puede enorgullecerse de haber pelado el doble de la población actual del municipio de Telde. Su clientela es de lo más variada y variopinta, hasta él llegan niños de pocos años, hombres en plenitud laboral y ancianos que ya remansan sus horas en la paz y tranquilidad de su jubilación.
«Es un verdadero experto en lo que la Universidad ha dado en llamar Psicología y Sociología, pues al conocer perfectamente a sus clientes, siempre tiene la palabra exacta y adecuada para mantener la más interesante conversación»
Un buen maestro peluquero es mucho más que un cortador de cabello, eso sería la parte técnica y rutinaria del oficio, lo realmente importante es la actitud que el profesional debe tener para que el cliente se sienta acogido y cómodo. Tomás es un verdadero experto en lo que la Universidad ha dado en llamar Psicología y Sociología, pues al conocer perfectamente a sus clientes, siempre tiene la palabra exacta y adecuada para mantener la más interesante conversación ¿De qué habla Tomás con su clientela? De todo.
El niño que nació en Lomo Pelado y que se crió entre padres, tíos y abuelos, aprendiendo desde chico a atender a los clientes de la tienda y el bar familiar, así como a entretener su vista en la peluquería de su tío, creció no solamente en cuerpo, sino en espíritu con un don de gentes realmente admirable.
El otro día le pregunté por su autodidacta formación musical, en la que ha destacado tanto o más que en su oficio de peluquero. Y con la mayor sencillez del mundo me dijo: Cuando yo tenía cuatro o cinco años me quedaba parado (extasiado) viendo como mi tío y sus amigos se arrancaban con guitarras y timples a cantar en el bar de mi abuelo. Algo tuvo que ver mi tío en mí, que al poco tiempo me puso una guitarra entre las manos. Y poco a poco me fue dotando de los conocimientos necesarios para que yo volara sólo. Quien ha oído interpretar a Tomás estará de acuerdo conmigo en que es un virtuoso de la guitarra. Muchos saben sacar las más diversas notas de ese instrumento, pero lo hacen de manera mecánica, fría, distante. En cambio, Tomás toma la guitarra para sí y vuelca sobre ella todos sus sentimientos de manera que intérprete e instrumento forman un todo que hace las delicias de quienes los escuchen.
¡La amistad! Ese es el gran secreto de Tomás. Cada cliente es recibido con la cercanía y la confianza, no exenta de respeto que merece, sea éste el cura párroco, el profesor universitario, el carpintero, el electricista, el funcionario o simplemente el sin oficio.
Sentarse para ser pelado o afeitado por Tomás para mí siempre ha sido un momento gratificante. Hemos hablado largamente de nuestras historias familiares, entre ellas cuando aún joven peinó a mi hermano Francisco José o Paco José para el día de su boda, haciéndole un tupé que asombró a propios y extraños. Hemos caminado con la palabra por tierras peninsulares. Bebiendo y comiendo en las tierras de ambas Castillas.
Ha sido copartícipe de mis reuniones nacionales e internacionales en el mundo de la museología, pues, bien pelado y peinado sabía que mi imagen era la que debía ser para entrar en los más diversos foros. ¡Tomás, hoy debes esmerarte aún más, que voy a Alcalá de Henares a la entrega del Premio Cervantes y voy a saludar a Los Reyes de España! Y si cualquier pelado lo entretiene unos cuarenta minutos, ese día superó la hora. Bromas aparte, le dije ¡Tomás, seguro que el Rey me pregunta que quien es mi peluquero! Y él con magnifico humor soltó una gran carcajada.
«Es un hombre sencillo, que le da un enorme valor a la palabra, a la familia, y a las gentes de toda ideología y estatus social»
Tomás es un hombre sencillo, que le da un enorme valor a la palabra, a la familia, y a las gentes de toda ideología y estatus social. Por eso, he querido escribir estas líneas felicitándole por haber mantenido abierta su peluquería por espacio de cincuenta años que no es poco. Y seguir a pie firme, ahí, trabajando todos los días entre doce y catorce horas. Buscando siempre el hueco para atender al cliente, no por tal, sino porque antes que cliente es un amigo.
Telde, ciudad de acogida de tantas mujeres y hombres procedentes de toda la Gran Canaria tiene en la peluquería del amigo Tomás un espejo en donde mirar su propia identidad, puesto que su amplia clientela tiene tan diversas procedencias que en ella el hijo de Telde se une al de Valsequillo-Tenteniguada, San Mateo, las dos Tirajanas y Santa Lucía, cuando no a los de las lejanas Artenara y La Aldea. Peluquería Tomás es el verdadero parlamento de la ciudad y por ende de la Isla. Allí con plena libertad y máximo respeto se escuchan todas las opiniones y se permite hacer todos los juicios. Jamás se entra en discordias estériles y si alguna vez la conversación va por derroteros no recomendables, Tomás con su autoridad y humanidad sabe llevar el barco a buen puerto.
Este artículo podrá sorprender, entre otros a su hijo Oliver, pues le pedí muchos datos que no han quedado aquí reflejados, pero todo tiene una razón de ser.
El domingo pasado en un magnífico y extenso artículo, el director de TELDEACTUALIDAD, Carmelo José Ojeda Rodríguez, ya los adelantó. Por lo que creí más plausible escribir en estos términos, que no restan un ápice a la celebración del cincuenta aniversario de la creación de una de las peluquerías más antiguas de nuestra ciudad. Para Tomás un deseo, un deseo interesado, no dejes de mover las tijeras y el peine, sigue dirigiendo tu peluquería y para Oliver, digno sucesor de su padre, aconsejarle que como esponja se empape de él para que el día de mañana todos puedan decir, como ya lo dicen hoy, que es digno hijo de Tomás Sosa.
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/04/14/311.html
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