POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Sabido es que, allí donde desaparece el conocimiento, anida la imaginación. Rota la cadena que transmite el entendimiento de las cosas, la elucubración tiende a florecer en aquel espacio que la sencillez de la prosaica y vulgar certeza había ocupado durante eones. Y, una vez ha enraizado, transmutada en maleza rastrera, resulta imposible de erradicar. Es por ello que el historiador maldice su propagación basada en el pulcro argumento y embellecido relato, capaz de convertir lo plausible en irreal y lo imposible en cotidiano y contagioso. Que la historia tiende a ser cotidiana debería ser asumido por todo individuo que se quiere acercar al pasado sin ambages ni deudas comprometidas con la imaginación desbordada de quien no tiene interés alguno por mantener la conexión ancestral que el presente trata de mostrar. Deberíamos, por tanto, esforzarnos en mantener el conocimiento de todo aquello que originó lo que nos rodea para no acabar viviendo en un mundo donde la fantasía a la que nos empuja el exceso de imaginación y falta de esfuerzo investigador, preservador y divulgador de nuestro pasado, convierta nuestro futuro en una retahíla de sutiles leyendas apócrifas incapaces de explicar nuestra existencia.
De ser así, se entendería que ninguna reina española habría tenido la absurda idea de dejar las comodidades del Palacio Real de San Ildefonso para estirarse sobre la superficie granítica de la piedra de la Barca, más allá de la fuente de la Pradera de los Piñones, o bañarse en las gélidas aguas del estanque del batán de Vargas por mucho que alguna divinidad grecorromana hubiera asomado su marmórea tez por aquella escorrentía que nutre el río Valsaín. Tampoco habría escogido Felipe II ese peñasco incómodo para observar las obras de construcción del gigantesco sepulcro del Escorial, del mismo modo que Felipe V no se habría sentado jamás en aquella silla rocosa en la cima del Moño de la Tía Andrea admirando sus jardín, más aún cuando el respaldo del asiento luce el nombre de Francisco de Asís, desvaído rey consorte, y la fecha de su construcción que, en efecto, no era el teléfono del cantero, responsable de aquel asiento regio, y vecino de Valsaín; donde, por cierto, tampoco nació la reina Doña Juana quien no cayó en la locura de prender fuego a un palacio que ni siquiera se había construido.
Ahora bien, a veces, esta infestación sufrida por la historia no tiene su origen en el imaginario popular carente de profundidad educativa. En ocasiones es la propia administración pública la que cae en la falacia histórica presa de la desidia orgánica inherente al desinterés por la investigación. Es entonces que la ignorante ocurrencia se transmuta en mentira institucionalizada, por lo que la imaginativa cobra visos de realidad irrefutable. Es en esos casos, queridos lectores, que el historiador debe luchar por preservar la verdad histórica que rescate del olvido a los responsables de aquello que acaba de ser devorado por la invención más peregrina. Es en ese momento que se debe explicar que en la Peña Lisa nunca hubo un Rincón dedicado a Abuelo alguno como insinúa ese cartel impuesto hace ya una década. Que en la Caseta del Carretero llegó a haber varias edificaciones efímeras, pero no sólo Dos Cabañas. Que el valle de Valsaín no fue repoblado por una horda de aizcolaris traídos de Vizcaya por Felipe II, sino ocupado desde el siglo XII por humildes peones segovianos; y que todos los cuarteles en que se divide el pinar de Valsaín tienen su propio nombre ganado por el esfuerzo ancestral de miles de gabarreros y pastores serranos que merecen ser recordados por quienes recorremos veredas, sendas y trochas acomodadas por el lento paso de las caballerías y el sufrido sudor de generaciones de habitantes de este Paraíso.
Siendo así, a nadie se le habría ocurrido llamar Caseta del Buen Pastor al chozo que construyó Paco Chueca para refugiarse de los nublados en las cercanías del Esquinazo. Allí, frente a la pradera empinada donde fluye el agua fresca entre berros tiernos, pamplinas deliciosas y verdes perifollos; donde las vacas rumian la yerba que, de tan verde, daña la vista, mientras fijan su absorta mirada en la llanura segoviana que lo mismo enseña el fulgor del Real Sitio que deleita con los destellos dorados de la caliza catedralicia; allí, digo, Paco Chueca, Chuequina que diría Valentín Cocero, levantó su casetilla para recoger el frescor a la umbría del peñasco en las calurosas jornadas del estío y el abrigo ante la furia tormentosa y la nieve ventiscada con que algún otoño de mala gaita suele sorprender de tanto en tanto.
Así que, aún siendo un buen pastor, recordemos en aquella caseta el esfuerzo fatigado y crepuscular del bueno de Paco Chueca, pues, en ese recordar no hacemos otra cosa más que cumplir con la obligación innata en la especie humana de aprender con el pasado perpetuándolo, ya que, al respetar su integridad, seremos capaces de asumir un presente con garantías de realidad, sin llegar a sufrir un futuro absurdo desconectado del ayer y alimentado por el peligro oculto en la irrealidad que regala la fantasía imaginada.
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