POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Leyendo hace unos días un articuento de mi buen amigo y mejor escritor, Juan Carlos Monroy, recordé lo mucho que detesto a los cucos y su insoportable trino. Estridente y cansino, este condenado pájaro destruye la quietud ritual del bosque silencioso. Es tan profundo su canto que acalla cuanto rodea al que, como un servidor, busca en la calma plácida de la floresta el camino hacia la redención. Allí, entre los viejos y retorcidos robles en batalla ancestral contra la altitud y los altaneros pinos albares que te repasan de reojo cuando rozas su arisca corteza, el caminante pierde la noción del ser, la consistencia del estar, apresado por una plétora de aromas familiarmente desconocidos, fragancias que abren su mente una vez que cualquier sonido ha dejado espacio para otra sensibilidad mucho más delicada y sutil. Especialmente en el bosque agreste que sobrevive a la ventolera brutal entre la falda del prado Redondillo y el testero de la fuente Merendera; donde la fronda salvaje abre un exiguo y casi perdido paso hacia la fuente del Pino de la Bota; lo cerrado de pino y roble, tejo y abedul entre regatos invisibles, acaba empujando todo sonido hacia una felicidad que explota en mil colores y esencias embriagadoras destinadas a esclavizar en aquel deleite a todo el que por allí se aventure.
Hasta que le da al condenado cuco por cantar su mísera vida.
De naturaleza parásita, este bicho ancestral tiene la costumbre atrabiliaria de poner sus huevos en nido ajeno de modo que, una vez alumbrado el pollo, acabe con la prole original para subyugar a los infelices progenitores postizos. Estos, sometidos a una calamitosa vida, incapaces de distinguir entre lo suyo y lo ajeno, acaban por criar a semejante vocingleras, intruso experto en pervertir el natural equilibrio de un bosque idílico. Siempre que me veo atronado en mi pasear, trato de imaginar cómo sería el mundo si esos pobres pajarillos alcanzaran a comprender que semejante mostrenco ocupador de todo el nido no es más que un parásito tramposo, descendiente de una estirpe depravada y experta en trastocar el orden natural. La mayoría de aquellos desgraciados esclavos del cucar devorarían sin misericordia el huevo impuesto en defensa del propio linaje. Otros, más racionales, comprenderían el cierto equilibrio natural inherente al cuco y su cantar, aviso equinoccial de bonanza y despertar de perrechicos. Asumirían la necesidad del sacrificio en beneficio del biotopo y no desearían, como este humilde Cronista, que fueran pasto de garduña redentora, jineta escurridiza, lechuza distante o turón trepador de costumbres arrogantes.
Nuestra sociedad, enferma de senectud, clamará en el desierto de la desidia por una solución, sin que haya manera de escucharla
Es entonces cuando el Sr. Bellette, viéndome maldecir al eco del cuco cantor desde el verdor intenso y abrumador de Prado Largo, me recuerda mi sincera defensa de la ingénita necesidad que tiene la naturaleza de integrar para sobrevivir. Que, si bien se tiende a cerrar los entornos como camino a la protección del grupo, de no abrirlos, sin compartir la experiencia que aporta la novedad entre un conjunto de iguales, la supervivencia estará irremisiblemente amenazada. Así, nuestra sociedad, enferma de senectud, clamará en el desierto de la desidia por una solución, sin que haya manera de escucharla.
Perdiendo población e incapaz de renovarse, la tendencia destructiva de una sociedad que no produce juventud, sino vejez y mal café, nos empuja hacia un abismo del que nada puede sacarnos más allá de la integración. Llegando a la vereda de la fuente del Tío Levita, esa que sube desde el registro del arroyo de Peña Citores, atemperado mi exabrupto contra el maldito cuco lenguaraz y facundo, caigo en la cuenta de la importancia inherente al proceso integrador. Imposibilitada la asimilación de personal por el choque cultural, por las diferencias insalvables que conducen al aislamiento que enquista una sociedad dentro de la receptora, la integración forzosa de individuos se torna en salvación de un grupo que perdió el norte reproductor, estructurando un futuro sin niños que puedan soportar el esfuerzo común para salvaguardar esta España decrépita y asomada a un precipicio al que ansía saltar desde hace ya demasiado tiempo.
El proceso integrador, doloroso e incomprensible para los que se esfuerzan en dar la espalda a la sima que nos amenaza, se descubre como el único plausible de cuantos podamos implementar. Ahora bien, para no caer en la servidumbre de pinzón y carricero, la integración debe ser conocida. Que el integrador debe asumir la responsabilidad de sacar adelante al integrado y su naturaleza social y este, hacer suyas las costumbres propias del nido en el que ha sido depositado, renunciando a la construcción de una identidad encapsulada que no produciría más que rechazo y confrontación social. En ese panorama de igualdad consciente, el resultado habría de ser un entorno social y saludable de futuro compartido.
Con todo, llegados a la Majada Hambrienta, acabo por confesar mi natural escepticismo hacia toda reforma social practicable en esta España
Con todo, llegados a la Majada Hambrienta, acabo por confesar mi natural escepticismo hacia toda reforma social practicable en esta España, en aquella Europa, de cabeza hueca, perfil cainita y fondo enjuto y seco, donde el entendimiento anida más en el servilismo de Sancho Panza que en el idealismo transgresor de Rosa Parks. En lugar de ver en la actitud del cuco una oportunidad para transformar lo horrendo en esperanza, se acabaría por exterminar toda posibilidad de renovar nuestra sociedad trastocando al intruso en integrante de una diversidad que, al mirar hacia atrás atendiendo a la contingencia de la Historia, se debería asumir como tendencia natural de esto que hoy llamamos España, y que, llegados hasta este punto y aparte, me resulta muy complicado reconocer.