POR MARTÍN TURRADO VIDAL, CRONISTA OFICIAL DE VALDETORRES DE JARAMA (MADRID).
Los dos documentos presentan un mismo problema: están manuscritos. Es raro que sucediera así porque cabría esperar encontrarlos impresos, al tratarse de una Real Cédula y de una Instrucción, los documentos legales más importantes de la época. ¿Qué ha sucedido? Seguramente, que se enviaron impresos a la Intendencia de León y desde ella se distribuyeron a todos los pueblos que dependían de ella. Esto suponía que, en la Intendencia, tuvieran que hacer tantas copias como pueblos hubiera en ella y que, en consecuencia. La lógica llevaría a pensar que se vieran obligados a imprimirlos. No ocurrió así: optaron por copiarlos a mano, tarea que llevó su tiempo y que retrasó mucho su difusión.
La distribución se llevaba a cabo por el sistema de veredas: una serie de rutas que tenía que cubrir cada veredero, encargado de entregarlos físicamente a las autoridades pueblo por pueblo. En el caso de la Valduerna esa vereda debía tener su inicio en Palacios de la Valduerna, ya que el Infantado estaba constituido por treinta y tres pueblos. Tenemos una idea aproximada de esta vereda a través del recorrido que hizo el Juez Subdelegado para realizar la recogida de las respuestas a los diversos cuestionarios del Catastro de Ensenada en 1752. Este proceso ocasionaba que entre la promulgación de una ley y su completa distribución se tardara, en ocasiones, más un año en llegar a su destino. Tenemos un ejemplo de ello en el segundo de los documentos que, habiendo sido promulgado el 12 de diciembre de 1748 no llegó a su destino en Villamontán hasta abril de 1750. Debe tenerse este hecho muy presente cuando se hable de cómo se buscaba a los desertores.
I La recogida de soldados desertores
La oposición a las quintas
La legislación sobre soldados desertores es sumamente abundante si nos ceñimos al siglo XVIII. Esta abundancia significa dos cosas: los desertores eran un problema lo suficientemente preocupante para merecer que se les prestara una atención especial y continuada y, a la vez, la ineficacia de todas las medidas que se tomaron para controlar o, al menos, llevar a unos cauces asumibles ese problema.
En 1704, la dinastía borbónica, copiando el modelo francés, introdujo el sistema de reclutamiento basado en las quintas, porque no se podía mantener más tiempo únicamente el servicio voluntario para dotar al ejército un mayor número de soldados. Se reclutaba a una quinta parte de los mozos en edad militar mediante sorteo. Este se llevaba a cabo en los municipios, repartiéndose en sus pedanías, cuando las tenían. En el caso de Villamontán el sorteo se hacía en Palacios de la Valduerna, como el de todos los pueblos que pertenecían al Infantado, que eran treinta y tres.
El rechazo a incorporarse al ejército estaba surgió muy pronto y se extendió como una mancha de aceite. Se manifestó de dos formas: una, huyendo del pueblo cuando se iba a celebrar el sorteo. La segunda, desertando cuando se estaba prestando el servicio militar. ¿Quiénes eran definidos como desertores en esa legislación? Según el Diccionario de Autoridades era “El soldado que desampara y deja su bandera”. Esta definición encaja muy bien con el contenido del documento y en el problema que representaban los desertores, pues si alguien que hubiera sido alistado, desertaba una vez que estuviera prestando servicio, el pueblo debería mandar a alguien que lo sustituyera.El miedo a la incorporación a filas estimulaba la búsqueda de estos fugados por parte de las autoridades y los vecinos del lugar. Los que huían del pueblo antes de celebrarse el sorteo recibían el apelativo de prófugos. Los problemas que causaban eran mínimos comparados con los que representaban los desertores.
La oposición a incorporarse mediante el sistema de quintas al ejército se basaba en muchos motivos como la larga duración del servicio militar –seis años-; la pérdida de contribuyentes que hacía recaer su parte en los demás vecinos; el cambio de mentalidad que hubo que operar, pasar de un servicio militar voluntario a otro obligatorio; la ausencia de brazos útiles para el campo; la incertidumbre de la vuelta al pueblo y las malas condiciones y de trato. Estas últimas tardaron mucho en mejorar. Los reclutas eran tratados como delincuentes desde el mismo momento en que se celebraba el sorteo y encerrados en el calabozo del pueblo para a continuación llevarlos a sus destinos en los cuarteles, donde no mejoraba nada por el hecho de tener que convivir con vagos, maleantes y malentretenidos que eran reclutados a la fuerza. Por eso no era extraño que los sorteos de las quintas terminaran en motines y algaradas y que las deserciones fueran un efecto no deseado de esa recluta obligatoria.
Consecuencias de las deserciones
Nada describe mejor lo que llegó a ser la situación que la ordenanza promulgada por Carlos III en 1765 que derogó la que se está comentando. La proliferación de desertores se debía a muchos factores entre los que destacaba: el incumplimiento de sus obligaciones por parte de las autoridades, que les daban cobijo, les dejaban transitar libremente por su jurisdicción; la falsa compasión de los eclesiásticos y la cooperación de personas distinguidas y de campo que les proveían de ropas y alimentos. Estas conductas convertían a todos los referidos en cómplices de los delitos cometidos por ellos (“acumulando delitos a delitos, para subsistir a esfuerzos de la violencia”). Como se había constatado que no eran disuasorias las penas contempladas en las anteriores ordenanzas, se promulgan unas nuevas en las que estas las aumentaban. Cosa que podría resultar contraproducente ya que si las anteriores no resultaban disuasorias porque los jueces eran reacios a imponerlas, la resistencia a imponer las nuevas sería proporcional a su aumento.
¿Por qué el empeño de los monarcas en remediar esta situación? Ya se han expuesto las principales razones menos una: la seguridad de los pueblos. Se trataba de hombres jóvenes, desasistidos, que tenían que satisfacer sus necesidades. La única forma de hacerlo en numerosas ocasiones era la de robar, es decir, creando un grave problema de seguridad pública. Mientras actuaban en solitario, este problema era menor. Se agravaba cuando se juntaban unos cuantos; formaban una “partida” y se convertían en el terror de pueblos, especialmente de los más pequeños. Esto era reconocido sin ningún tipo de equívocos en los preámbulos de muchas de las ordenanzas para la recogida de desertores.
Al problema causado por los desertores, había que añadir en caso y zonas de guerra, otro tan grave o mayor aún: el de los soldados “dispersos”, es decir, aquellos que después de una derrota no se reintegraban a sus unidades y vagaban por los campos conservando su estructura militar pidiendo raciones o tomándolas por la fuerza en los pueblos. Fue lo que ocurrió en Cataluña después de la Guerra de Sucesión. Los restos del ejército austracista vagaron por sus campos creando gravísimos problemas de seguridad pública hasta más allá de mediadosSe ha tenido acceso a dos documentos del archivo del ayuntamiento de Villamontán por gentileza de Landelino Franco, su cronista oficial. El primero, “Sobre la forma de recoger a los desertores”, es del que se nos vamos a ocupar en primer lugar. Del segundo, sobre los guardas de monte lo haremos a continuación. Ambos fueron dictados en el siglo XVIII: 1721 y 1750.
del siglo XVIII. Para auxiliar al ejército borbónico a terminar con estas partidas de desertores y de “dispersos”, se crearon los Mozos de Escuadra, que servían de guía a las tropas regulares.
Los encargados de recogerlos
El sistema para recoger a los desertores partía de los Comandantes o Coroneles de Regimiento que deberían enviar un parte al final de cada mes al Intendente de la Provincia que residieren, para que pudiera tomar las medidas pertinentes para recogerlos. El intendente la elevaría al Secretario de Despacho de Guerra. Este a su vez la circularía a todos los intendentes, y estos a su vez a todas “las Justicias” de los lugares que dependieran de ellos. Las Justicias de los pueblos se convertían en los verdaderos ejes sobre los que giraba todo el entramado, porque se suponía que todos los desertores volverían a sus lugares de nacimiento, donde se sentirían mejor resguardados.
Después de lo dicho sobre la distribución de los documentos, no hace falta repetir aquí que este sistema de búsqueda era tan lento que a alguien que desertara de su unidad militar en Algeciras le daba tiempo de sobra a llegar a las inmediaciones de su pueblo en cualquier parte de la península. Si es que por el camino no le cogía gusto a vivir sobre el terreno, que, al final, resultaba un modo de vida más llevadero que dedicarse a la agricultura.
Las Justicias de los pueblos
Justicias es sinónimo de autoridades locales. Las Justicias jugaron un papel importantísimo en el mantenimiento de la seguridad. En el caso del Infantado de la Valduerna había una autoridad que mandaba en todos los pueblos, el Alcalde Mayor que residía en Palacios de la Valduerna y que era nombrado directamente por el Conde de Miranda. Las ordenanzas de todos los pueblos del Infantado se pusieron por escrito porque se lo ordenó el Conde de Miranda a través de su Alcalde Mayor. En el preámbulo de muchas de ellas se reconoce este hecho al confesar que lo hicieron “tras muchas visitas” de éste. En cada pueblo existía un concejo compuesto normalmente por un alcalde y dos regidores –el equivalente a una Junta vecinal- aunque podían ser más, pues estaba en relación con su población- que actuaban como pedáneos del de Palacios de la Valduerna.
Sobre ellas recaía la responsabilidad de buscar y entregar a los desertores que hubiera dentro de los límites de su jurisdicción. Ellas serían las encargadas hacer la investigación para averiguar si dentro de esos límites se hubiera refugiado algún desertor. Si lo detectaran tendrían que detenerlo y llevarlo a la cárcel de la cabeza de partido. Tendrían la obligación de dar mensualmente un parte de incidencias al Intendente haciendo constar en él “si ha vuelto o está oculto en su distrito algún desertor”.
Para estimular su celo y sufragar los gastos ocasionados se les prometían diez pesos –es decir diez reales de a ocho, unos 245 euros, una cantidad muy elevada-, pero solamente en el supuesto de que fueran ellas solas las que realizaran las gestiones. Si el desertor era descubierto y entregado por un particular esa recompensa tenía que repartirse con él en la proporción de 6 para las autoridades y cuatro para el particular. Si el particular se limitara a informar del paradero del desertor y posteriormente fuera detenido, tendría derecho a cobrar dos pesos. Y para evitar que cayeran en la tentación de no perseguirlos se prometía castigarlas con penas durísimas. A la autoridad que no prendiere, ocultare a un desertor, si era noble, “será condenado a seis años de Presidio en África”, y si, plebeyo, a seis de galeras –es decir, a muerte casi segura-.
¿Por qué no los perseguían?
¿Por qué eran reacias las Justicias a perseguir a los desertores? La única causa que se castiga en la Real Cédula es el soborno. Este soborno podría ir desde el pago por su desidia hasta algún grado de parentesco con alguno de ellos. Hay un principio en materia de seguridad pública que se no se tiene en cuenta ni siquiera en la actualidad: cuanto más próximos están los que deben tomar decisiones a los que las tienen que cumplir más difíciles son de tomar y, sobre todo, de imponer. No se puede obviar el hecho de que los alcaldes y regidores que pusieran mucho empeño en perseguirlos estaban expuestos a todo tipo de represalias que iban desde la quema de cosechas, tala de árboles frutales a la muerte de sus animales domésticos. En este punto se convertía en realidad aquel dicho que circulaba por Sicilia: “El Estado está lejos, la mafia, cerca”. Al fin y al cabo, aunque no temieran a las represalias, se trataba de hijos o parientes de sus convecinos, con los que convivían. El plan afectivo pesaba más que el cumplimiento de estas obligaciones. Este hecho explica por qué la lucha contra los desertores no fue eficaz hasta la creación e implantación en todo el territorio nacional de la Guardia Civil, que liberó a los alcaldes y regidores de esta obligación. Es decir, se dejó al margen de su persecución a las autoridades locales.
Otra forma que podía adoptar el soborno: consentir la presencia de algún desertor en su jurisdicción. Mirar hacia otro lado como si la fiesta no fuera con ellos. Había una costumbre extendida por todos los pueblos de España desde tiempos inmemoriales. Cuando se detectaba un extraño, desconocido o errante en el término del pueblo, fuera o no desertor, se tocaba la campana para reunir a la gente que iba a tratar de detenerlo. Esto tenía otro efecto buscado expresamente: que el delincuente o quienquiera que fuese supiera que iban a por él y así se le daba tiempo para salir del término de aquel pueblo, con lo cual se libraba de la detención. Y el pueblo salía beneficiado: se libraban de mantenerlo por turno los vecinos y de los costes del traslado hasta un calabozo más seguro que el que existía en los pueblos, si es que en muchos lo había. Teniendo esto en cuenta, lo que ordenaba la Real Cédula, de que “no le prendiere inmediatamente que sepa que reside en ella (su jurisdicción)” se quedaba en el limbo de las buenas intenciones. Al desertor se le advertía siempre de cuando iba a correr peligro. Le era suficiente salir de los límites del pueblo para burlar esa búsqueda.
La forma más grave del soborno era la ocultación, es decir que las autoridades no actuaran a sabiendas de que el desertor estaba en el pueblo. Esto solía ocurrir cuando les unían lazos de familia. También sucedía más frecuentemente de lo que se podría esperar. La justificación de que actuaran así se ha explicado suficientemente en los dos apartados que anteceden.
Los particulares
Al final se llega a otro tema central en materia de seguridad pública: la colaboración ciudadana. En el caso de los desertores se puede constatar por la numerosa legislación que se promulgó en este siglo, que fue muy poca porque no me atrevo a decir que fue nula. Lo primero que tenía que hacer el desertor para no ser reconocido era despojarse del uniforme militar. Los paisanos contribuían de forma decisiva a que se consumara la deserción proporcionando “ropa de disfraz”, es decir, ropa que le posibilitara confundirse con cualquiera de la región. Por algo se resalta la gravedad de esta conducta y se pena de forma tan dura, seis años en galeras “siendo plebeyo”.
Se castiga también a los que “en otra forma contribuyesen a su fuga”. Las otras formas revisten formas muy concretas: darles alojamiento y comida. En algunos casos extremos, también alguna caballería para facilitarles más la huida. Sin estas ayudas, cualquier tentativa de deserción podía estar condenada al fracaso. Otra forma de ayuda la recibían de quienes ya estaban viviendo sobre el terreno antes de que ellos lo pisaran: se unían temporalmente a cuadrillas de arrieros, a los que ayudaban a defenderse de sus asaltantes o a bandas de delincuentes ocasionales o profesionales –bandoleros y contrabandistas-. Ambos grupos tenían de común que conocían perfectamente el terreno por el que se desplazaban. Se debe tener en cuenta esto en nuestra comarca por la proximidad de la Maragatería que desde el siglo XV fue una fuente inagotable de arrieros y de mercaderes y que su ruta Madrid-Galicia y viceversa constituía una forma segura de llegar a sus pueblos de origen en la Valduerna. En nuestra comarca había varias rutas alternativas la Madrid-Coruña por lo que eran más difíciles de detectar sus movimientos, como lo atestiguan un curioso topónimo existente en Quintana y Congosto, “La fuente de los maragatos” en el antiguo camino desde Torneros de Jamuz a La Bañeza y, más importante aún, el trazado del camino de Santiago.
Una forma de protección más arriesgada de los desertores era no delatarlos a las a autoridades o más grave aún, impedir por la fuerza que los detuvieran y pusieran a disposición de sus superiores jerárquicos. Los motines y algaradas se producían generalmente con motivo de los sorteos no con motivo de la detención de desertores, que no daban lugar a ellos. Lo que ocurría en ocasiones, era que se produjeran intentos de los vecinos por liberar a los detenidos en los calabozos. Eran lugares poco seguros y no tenían una custodia adecuada, se tenían que turnar los vecinos para realizarla. Las fugas eran el pan nuestro de cada día, aun sin la ayuda de nadie.
Otra forma de colaboración era la de comprar los efectos sustraídos por los desertores en los cuarteles. Esos efectos podían ir desde un fusil o un arma a un caballo. “Si se encontrase a alguna persona que ha comprado de soldado cualquier alhaja de su uso o arma no sólo se la harán restituir a las Justicias…si (fuera) plebeyo se le condenará a cuatro años de galeras”. Lo que solían hacer en estos casos quienes estaban en relación con el soldado era entregar todos esos efectos, especialmente armas y caballería, a las autoridades alegando que se los habían encontrado sin saber a quién pertenecían. Así evitaban se condenados a una pena totalmente desproporcionada.
El riesgo que corrían los particulares comportándose de esta manera era ser sometidos a un consejo de guerra, en el peor de los casos y ser condenados a seis años de galeras o, en el caso más benévolo, porque no pudieran ser detenidos por los militares, serían juzgados por la justicia ordinaria. En este último caso las penas aunque eran las mismas, las justicias evitaban imponerlas y no había forma de poder hacer cumplir estas normas de la Real Cédula, que se convertían en papel mojado.
II.- Los guardas de monte
El segundo documento del archivo municipal de Villamontán versa, como se ha dicho en los anteriores artículos, se titula “Real Ordenanza de Plantíos” (1748), que en la Novísima Recopilación se completa de esta forma: “Real Ordenanza para el aumento y conservación de montes y plantíos” (Libro VII, Titulo XXIV, Ley XIV). Es en su articulado donde se encuentra la regulación de los guardas de montes que se va a comentar. Aunque se pueda encontrar en Internet, no es cierto que fueran creados en esta Real Ordenanza, porque es imposible saber a ciencia cierta cuándo lo fueron. La única certeza en este punto es que sus orígenes se pierden en la noche de los tiempos.
Existe una gran cantidad de legislación sobre este asunto. Esta abundancia está indicando dos cosas: la primera es la importancia que se daba a la conservación de los montes y la segunda, es que se hacía necesario legislar frecuentemente porque ninguna de las leyes se cumplía. La importancia tenía otra forma de manifestarse: se recoge ampliamente en todas las Ordenanzas de los pueblos. Se debía a que el monte fue una fuente de numerosos recursos a cambio de cuidarlo con mucho esmero. Los principales eran la leña para quemar; el material para la construcción de casas, corrales, hatos; el sotobosque servía para pastos y sus árboles, encinas y robles, producían bellotas en abundancia para cebar los cerdos.
El mantenimiento del monte era vital para el reparto de leña entre los vecinos. Mucho más tardíamente, en el Catastro de Ensenada (1752) se recogía la costumbre existente en Palacios de Jamuz de dividir el monte en grandes parcelas –uno de esos montes se dividía en 20- . Anualmente una de ellas se repartía entre todos los vecinos. Podían cortar en ella leña y tenían que dejarla preparada para que los nuevos brotes pudieran desarrollarse.
Todo lo que antecede explica la especial atención que se dispensaba al monte en las ordenanzas de Palacios de Jamuz y en las de otros pueblos cercanos. En las de Palacios se trataba este asunto en el capítulo 30 en el que se enumeraban una serie de conductas prohibidas tales como cortar pies de encina o de roble o urces. Las sanciones podían llegar, hasta los seiscientos maravedíes por cortar un pie de encina de noche.
En otras ordenanzas, como en las de Priaranza se le dedica mucho más espacio a este problema: desde el capítulo 3 al 7 ambos inclusive. No solo se describe la conducta penada sino también donde estaban situados esos lugares prohibidos. Así en capítulo 3 se prohíbe la corta de “madero o pie de cimero o carbajo” en las dehesas que estuvieran acotadas; en el 4, la de “pie de encina o de roble o descascare”, en el monte de San Julián. El 5 se ocupaba de la madera destinada a la construcción, y se contemplaban dos supuestos: cortar madero, viga poste o tijerón sin la licencia del Alcalde y regidores y excederse cortando más maderos de aquellos para los que había dado la licencia. El 6 detallaba lo que había que hacer según las fechas en que se cortaran esos maderos. El 7 que todo vecino que se le viera acarreando madera debería justificar su procedencia. Todo ello da una idea del control que se ejercía en esta materia tan delicada y que debería ser muy parecido al que existía en otros pueblos aunque no fuera recogido expresamente en sus ordenanzas. En alguna de ellas se menciona ya la existencia de los guardas de monte y se describe con bastante detalle cuáles tenían que ser sus funciones, especificando en que se diferenciarían de las asignadas a los guardas de campo.
El documento en sí mismo
Comienza esta instrucción con un preámbulo bastante largo en el que se van enumerando las razones que ha tenido el rey, Fernando VI, para dictarla. Pasa el encargo de vigilar el cumplimiento de estas disposiciones a los Corregidores del Reino, los que dependían del rey, incluso en los lugares de señorío. Se pedía a los pueblos una serie de cosas: realización de un censo de población exacto; las ordenanzas por las que se regían en esta materia, y que nombraran personas expertas que acotaran los montes de realengo, los de particulares, los cauces de agua, y las tierras baldías que fueran susceptibles de ser sembradas.
Se daba una regla de oro: cada vecino debería plantar cinco árboles o más “si sembrare bellota o piñón”. Deberían hacerlo entre diciembre y febrero de cada año. No se limpiaría ni rozaría el terreno en que se plantaran o sembraran el año.
Se daban reglas para la limpieza y poda de los árboles y las sanciones a quienes incumplieran estas normas: mil maravedíes hasta cuatro mil que pocos estaban en condiciones de pagar por lo cual se les conmutaría por trabajos de conservación de los montes. Se ocupa detenidamente del problema que suponían las talas y las quemas –incendios- de rastrojos y de terrenos cercanos a los montes para dedicarlos al cultivo.
Se continúa el articulado con los procedimientos a seguir en la imposición de multas por Justicias y Corregidores y las penas en que pudieran incurrir ellos mismos en el caso de que no cumplieran los mandatos de esta Instrucción y describir los controles a que estarían sometidos.
Misión funciones de los guardas de monte
El nombramiento debería recaer en varones que tuvieran 24 años cumplidos siempre que fueran personas “de buena opinión, fama y costumbres”. Debería hacerse cada al mismo tiempo que los demás oficios públicos, es decir, en los seis primeros días de Enero. Serían nombrados tantos como hicieran falta según la extensión de los montes a custodiar.
Una vez aceptado el cargo, deberían prestar juramento de cumplir bien y fielmente con sus obligaciones al tomar posesión de él. Este requisito les convertía en agentes de la autoridad, porque, como decía el art. 27, “baste su declaración con la aprehensión real para ejecutar las penas que se señalan a los dañadores”, y en caso de que no se detenga bastaría para culparles su palabra corroborada por un solo testigo.
Sus funciones serían las siguientes “cuiden de su conservación y aumento, aprehendan y denuncien ante la Justicia ordinaria los que encontraren o justificaren hacer talas, causar incendios, introducir ganados o cortar sin licencia”. No cabe mayor concisión.
Entre los beneficios de que disfrutarían se enumeraban:
1º.- La exención de todas las cargas concejiles, alojamientos, quintas y levas por el tiempo que estuvieran de servicio. Las cargas concejiles podían ser muy pesadas: iban desde ser alcalde hasta mesonero y otros oficios públicos no remunerados pero onerosos. Los relacionados con el Ejército también eran muy interesantes: se les liberaba de alojar tropas en su casa y de participar en los sorteos de las quintas. Al poder ser reclutados hasta los treinta años si eran menores de esa edad podían entrar en el sorteo.
2º.- Como parte de su sueldo se les daría la tercera parte de las multas y denuncias y que impusieran. Esto era normal para toda clase de denunciantes. Las otras dos partes iban para el Rey y para las Justicias o el concejo.
3º.- Se les permitía utilizar toda clase de armas blancas o de fuego, “siendo de la medida y no de las prohibidas”. Lo de las armas sería muy largo de comentar. Ya es de por sí bastante significativo que se les prohíba utilizar las que las leyes no permitían, para darse cuenta de que a veces sí que serían utilizadas.
4º.- Su sueldo se pagaría con cargo a los bienes de Propios, es decir, del concejo, no de los comunales que pertenecían a los vecinos. Si de estos no se podía o eran insuficientes, se debería repartir en partes proporcionales a todos los vecinos “llevando cuenta y razón formal de lo que a este fin repartieren y cobraren”.
Por el contrario, si no cumplieran fielmente con su obligación, si se pudiera probar que alguno de ellos, hubiera cometido fraude, tolerancia, cohecho en cortas, talas o quemas de los montes y plantíos tendrían que pagar los daños ocasionados “e impondrá por ello….cuatro años de presidio de África irremisible”.
Conclusión
Se ha tratado de mostrar al lector que el problema que este documento de la recogida de desertores tuvo unas hondas motivaciones y que fue muy grave al principio de su instauración del sistema obligatorio de hacer el servicio militar. Este hecho tuvo una gran repercusión en la seguridad pública, que es el punto de vista desarrollado en estos comentarios. Se agravó por presencia de otros dos factores relacionados con el servicio militar: los que huían previamente a la celebración de los sorteos, los prófugos, y los que, siendo soldados, no se reintegraban a la disciplina militar, “los dispersos”. Ocurrió en Cataluña después de la guerra de Sucesión. No fue una buena solución encomendar a las autoridades de los pueblos su recogida, porque las presiones a que estaban expuestas.
La importancia de la conservación de montes y plantíos se demuestra por el enorme cuidado que se puso en mantenerlos a salvo de abusos de todo tipo. El papel que en ello jugaron los guardas de monte es incuestionable como también, que en esta tarea fueron ayudados por los vecinos de los pueblos, que eran los mayores beneficiados. Del monte sacaban leña para calentarse y cocinar, para fabricar sus herramientas, pastos, bellotas para sus cerdos, y caza.
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Según Raúl Beltrán, presidente del Consejo Nacional del Guarderío, “hasta que el titular tuvo a bien regalármela de recuerdo, si bien para mi es una historia de cariño un tanto particular, la cosa cobra cierta relevancia histórica al tratarse de la placa de las heredades de D. Leoncio González de Gregorio, padre de Leoncio González de Gregorio y Álvarez de Toledo, el entre otros Duque de Medina Sidonia y Grande de España”. M.T.V.