POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTINEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS).
En Asturias, como en tantos lugares, las bodas siempre tuvieron una gran trascendencia social, aunque haya matices entre las diversas comarcas. Eran rituales que marcaban el inicio de una nueva unidad familiar. No era cosa de un día para otro puesto que, aunque los protagonistas eran los que se casaban, los padres de los cónyuges intervenían decisivamente en el acontecimiento.
Hoy se da por hecho que una relación matrimonial está basada en el amor que se profesan los novios, pero hasta no hace muchas décadas no era ésta una condición indispensable, sino el respeto, la consideración, la deferencia y la fidelidad.
También podía darse el amor, pero muchos consideraban que éste podía llegar más tarde, ya casados. En el acto de la “pedida” de la novia se acordaba la fecha de la boda, pero también se llegaba a un acuerdo sobre otros detalles, como el menú de la comida, invitados, de qué iba a vivir y dónde el nuevo matrimonio, así como convenios para donarles tierras o ganados cuando era posible; en ocasiones estos temas no estaban exentos de discusiones, dispendios, y regateos varios.
A veces entraban en juego temas como quién se encargaría de los padres ancianos en su futuro, cómo dividir las tierras u otros bienes con los demás hermanos de los contrayentes -cuando los había- y cosas por el estilo.
En las zonas asturianas donde la institución llamada “mayorazu” (hijo o hija mayor con derecho al mayorazgo) estaba instituida, había menos problemas, pues la casería -y todo lo que con ella iba parejo- tenían que mantenerse indivisibles y pasaban al primogénito.
Solían ser las familias -al margen de los novios- las que acordaban estos asuntos; consuegras, otros hermanos y hasta los abuelos, parlamentaban, decidían y despachaban.
A veces no llegaban a un acuerdo y la boda se frustraba. Alguna novia corría peligro de quedarse soltera, tras rechazar sus padres varios pretendientes.
La llamada dote o propiedad que la futura esposa -o esposo- aportaban al matrimonio, aparece reflejada en multitud de actas en los protocolos notariales de la zona, con detalles del tipo: “Escritura otorgada por Francisca González, viuda de José Cortés, vecina de Dego, por la que manda a su sobrina Serafina, para casarse con Ramón González, la casa de morada donde vive la otorgante” (año 1781).
“Matrimonial otorgada por José de Caravera y su mujer, María Martínez, vecinos de Caserías de Valdecerezal, y José de Huergo Rosete, vecino de Cuevas del Agua, a favor de José de Huergo y Teresa de Caravera, hijos de los otorgantes”(1790).
“Escritura por la que Luis Pérez, de Arobes, concede licencia a su hijo Santiago para contraer matrimonio” (1795).
“Venta de un pedazo de prado otorgada por José y María Suervín, hermanos, vecinos de Arobes, a favor de José de Sola y Agustina, de Arenas, como parte de una escritura matrimonial”(1799).
Escritura de convenio «sobre vivir juntos» (sic) otorgada entre Juan Palomo y su mujer, y Domingo del Valle y la suya, todos vecinos del Coto de Llames”(1799).
Por último, curiosa escritura la siguiente (al margen de las matrimoniales): “Fianza por 20.000 reales para obtención de una tercena de lotería, otorgada por José González y su mujer y hermanos, vecinos de Romillo y Arobes, a favor de Manuel González, su hermano, vecino de Madrid” (1799). Aclaremos que una tercena era un almacén del Estado dedicado a vender “efectos estancados” -de ahí la palabra estanco- y sólo en el mismo se podían adquirir tabacos al por mayor, pólizas, cerillas, lotería y otros.
Siguiendo con el noviazgo, éste tenía sus pautas en el mundo rural, y el novio o la novia no entraban en casa el uno del otro hasta que la relación era seria y -en algunos casos- ni bajo esa condición. El cortejo solía seguir unas pautas que no se debían sobrepasar, pues ello traería las consiguientes habladurías y el disgusto y reprobación de las familias de los novios.
No se hacía oficial la noticia del compromiso hasta que el cura no lo anunciase en la iglesia mediante las correspondientes “proclamas” -en día festivo y misa mayor- por si alguien conociese algún impedimento formal a la pretensión de los novios de desposarse y -en consecuencia- así lo denunciase, requisito que ya el papa Inocencio III hizo extensivo a la Iglesia universal en el Concilio de Letrán de 1213.
Tras la misa de bodas, la comida o banquete era como la presentación en sociedad de la nueva pareja, y familiares, amigos y vecinos participaban en la misma.
La visión tradicional que se tenía en Asturias del matrimonio era fundamentalmente con fines reproductivos, de modo que, cuando el matrimonio se celebraba entre personas ya de cierta edad, los vecinos lo veían con algunos reparos y, si uno de los dos contrayentes era viudo -no digamos si lo eran los dos-, se desataban todo tipo de bromas en forma de coplas mordaces y otras maneras de acoso -especialmente durante la noche- en las inmediaciones del hogar del nuevo matrimonio.
Salir varias noches a tocar la cencerrada o “lloquerada” era bastante habitual en algunos concejos asturianos, como es el caso de alguno en nuestra comarca oriental (aún hoy continúa esta costumbre). Más que bromas era un auténtico atropello de la dignidad de los recién casados, con hirientes cánticos cuyas letras solían ser improvisadas y agresivas, acompañados de estridentes sonidos, provocados por cualquier objeto capaz de producirlos. Era algo así como si los jóvenes viesen en esos matrimonios entre personas de cierta edad, una ruptura del prestigio que creían que sólo les correspondía a ellos, como garantes de la reproducción biológica.
Habrá que añadir que entre los campesinos asturianos no estaba como muy bien vista la manifiesta demostración de amor entre los nuevos esposos -y menos antes de casarse-, pero observaban con cuidado la relación entre ellos, en el sentido de quién administraba el dinero, si alguno de los dos obligaba a trabajar al otro más de lo que se creía conveniente o si la familia se inmiscuía demasiado en las obligaciones o quehaceres de los mismos; no dejaban de ser ritos y costumbres que perduraron durante siglos.
Otros tiempos nos contemplan y vaya usted a saber lo que en siglos venideros se opinará de las costumbres de hoy, igual que nuestros antepasados vivieron, disfrutaron y sufrieron las suyas, las únicas que la vida les ofrecía en aquel momento.