POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DEL SAN ILDOFONSO (SEGOVIA).
Si todo el mundo comprendiera que el nombre sólo nos identifica, pero no nos define, entenderíamos que la vida que llevamos es lo que pone a cada uno en su sitio.
Decían Fernand Braudel y George Duby que la esencia de la historia se hallaba en las cosas pequeñas, cotidianas y aparentemente intrascendentes. Que estudiar la vida rutinaria le daba a uno una visión certera de lo que suponía la sociedad y su devenir, más allá de nombres grandilocuentes, hechos rimbombantes y parafernalia protocolaria, todo ello falseador de un presente habitual que todo lo define. Un servidor, que empezó a amar esto de indagar en el pasado entre las páginas escritas por aquellos dos titanes del conocimiento humano, ha intentado seguir la senda marcada, buscando en la realidad que rodea mi derrota una explicación ante tanta insensatez.
Así, sentado en la terraza de cualquiera que sea el bar, paseando calles y avenidas, montes, bosques, pinares y arroyuelos; a la sombra de serbales repletos de anaranjados frutos o esperando que la zarzamora me endulce el caminar en busca de níscalos o boletos, tengo la necesidad de escuchar cuánto decidan contarme los vecinos, las paisanas y todo visitante que se acerque hasta este humilde Cronista con la intención de ampliar el acervo que ya rebosa en mi cabeza.
En una de esas, hace unas semanas, escuché la triste historia de uno de los mejores amigos del Señor Padre de María Pérex Agorreta, antigua decana de la Facultad de Geografía e Historia de la UNED y amiga del futuro más presente. Al parecer, aquel gaditano, amigo del padre de mi amiga, tuvo la mala fortuna de formar parte de la tripulación del crucero Baleares, hundido el 6 de marzo de 1938 durante la batalla del Cabo de Palos. Superviviente de aquel funesto acaso, fue incapaz de conseguir ser incluido en la lista de supervivientes, de modo que pudiera tranquilizar a su familia ante la gran cantidad de bajas producida por aquel sinsentido, dado lo controvertido del nombre de aquel paisano. Según relataba mi amiga a la sombra del lauro dorado del patio de la Fundición, los progenitores de aquel buen hombre, la familia Segundo, había tenido por bien llamar a su hijo Felipe, dotándole no ya en aquel trance, sino durante toda su vida, de una carta de presentación proclive al chascarrillo, la broma y, sobre todo, la incredulidad. Ya me dirán, queridos lectores, qué pensarían del superviviente de un catastrófico hundimiento que asegurara llamarse Felipe Segundo.
Y, volviendo a esta corte de los milagros que es el Real Sitio, Paraíso en el que tengo la inmensa fortuna de vivir con todos mis vecinos, caí en el recuerdo de otra aventura relatada en aquella ocasión por el Señor Padre de quien suscribe, relacionada con otro Felipe, vecino de la calle José Costa y panadero, para más señas. Apodado El Mangas, nunca supe muy bien el porqué, solía hacer unas pequeñas barras llamadas francesillas, de sonoro crujir y casi sin miga, tradición ya perdida entre los hornos de este lugar que, según contaban mi abuela, doña María Marcos, había aprendido en la tahona de mi abuelo Agapito y éste, a su vez, en la de mis bisabuelos, Eustasio Juárez y Agapita Hervás. Allí, en la panadería de la Mala Bajada, única calle que quedó fuera de la ordenación urbanística de finales del siglo XVIII, donde el aroma a pan recién sacado del horno te impedía pasar sin echar mano a las condenadas francesillas; donde mi abuela María acostumbraba a hornear aquellas magdalenas morenas de corteza dulce e intensa envueltas en una fragancia densa y pecaminosa; allí, digo, desarrolló el bueno de Felipe “El Mangas” su vida profesional, haciendo felices a todos aquellos que adoramos el pan crujiente y el bollo, como la vida, menos dulce.
Amigo de sus compañeros de profesión, Felipe solía frecuentar la compañía de otro ilustre panadero, Pablo, afincado en la noble y hermosa villa de Cuéllar, patria de mudéjares ingeniosos, ilustres damas y caballeros pendencieros. En uno de aquellos encuentros acabaron por citarse, Pablo y Felipe, en el Mesón Castellano que regentaba el Maestro Cándido, ejemplo donde los haya de divulgación segoviana. Llegados al restaurante que aún pervive a la solana sombreada del acueducto, se encontraron con un recibimiento imprevisto de dulzainas y tamboriles, cochinillos a la espera de un buen plato que los partiera y mesonero engalanado con medallón y chaquetilla de gala. Sorprendidos de tanto protocolo ajeno a la sencillez de aquellos artesanos del bien comer, tuvieron que identificarse ante la incredulidad del batallón recepcionista. Fue gracias a los documentos nacionales de identidad que lograron demostrar que eran, en realidad, Felipe González y Pablo Iglesias y que con sólo uno de aquellos cuatro cochinillos y una sencilla frasca de vino tendrían suficiente para celebrar su amistad.
Y un servidor, que intenta siempre ver en lo cotidiano la senda que habrá de explicar el devenir del proceso histórico, no deja de sorprenderse del asombro inherente a la normalidad que encierra la humildad de un nombre. Ya sea uno el marino Felipe Segundo, el panadero Felipe González o el pastelero Pablo Iglesias, me cuesta entender cómo somos capaces de asociar un apellido a una realidad concreta y fijarlo de forma eterna, haciendo imposible asumir que cualquiera pueda llamarse como fuere. Que, en la estupefacción por la magia encerrada en lo cotidiano, uno ha de asumir siempre cierto determinismo connivente con la libertad del individuo. Siendo honestos y fieles a lo enseñado por Braudel y Duby, llámese cada cual cómo crea oportuno y fijémonos en el magisterio encerrado en la vida de cada uno, sin echar mano del cartel que lo precede. Quién sabe si no nos hubiera ido mejor con aquel rey de marinero, el presidente de panadero y un humilde pastelero como fundador del socialismo español.