POR MANUEL GONZÁLEZ RAMÍREZ, CRONISTA OFICIAL DE ZACATECAS (MÉXICO).
Yo, invocando a las musas para escribir un prólogo de una novedad editorial que saldrá a la luz en septiembre de 2021, en las conmemoraciones del bicentenario de la consumación de la independencia de México.
Carlos de Aragón: el novelesco príncipe peñafielense que nunca reinó.
Y continuando con los centenarios, se acaban de cumplir seis siglos del nacimiento en la villa vallisoletana de Peñafiel de Carlos de Aragón, más conocido como el “El Príncipe de Viana”, un título que se creó para él en ese momento pero que se ha ido trasladando a lo largo de generaciones hasta la actualidad, ostentándolo los herederos al trono español. Una figura muy relevante en Navarra y Aragón, pero que quizá pasó más desapercibido en Castilla, y que puede que muchos de sus hoy paisanos no conozcan. Una vida novelesca con muchas facetas de tragedia romántica, tal es así que llamó la atención tanto de los artistas del romanticismo como de los literatos decimonónicos, como José Zorrilla, que la llevarían a algunas de sus obras. Carlos fue un príncipe perfecto por todo lo que ostentaba. Era un hombre pacífico y culto pero, frente a la educación cortesana de su madre llena de lujo, música y literatura se encontró con una familia muy bélica como la de su padre.
Carlos, príncipe de Viana (o más bien Charles, nombre que siempre utilizó al igual que había hecho su abuelo), nació en Peñafiel, el 29 de mayo de 1421. Fue hijo primogénito del medinense infante Juan de Trastámara (futuro rey Juan II de Aragón), Duque de Peñafiel, hijo del rey Fernando I de Aragón, y de la infanta Blanca de Evreux (futura reina Blanca de Navarra), hija y heredera del rey Carlos III de Navarra.
Su padre llegaría a ser uno de los monarcas más longevos del siglo XV, muriendo octogenario. Su nacimiento tuvo lugar apenas un año después de que sus padres hubiesen contraído matrimonio, de forma que, en principio, las pretensiones del infante Juan de reinar en Navarra se vieron acrecentadas mediante este feliz natalicio que aseguraba su descendencia, teniendo en cuenta además que la infanta Blanca contaba entonces con 36 años de edad, una edad inusual en la época para ser madre.
Carlos fue bautizado en septiembre del mismo año, dándose la curiosa paradoja de que quien habría de ser el máximo enemigo de su padre en cuestiones de política, el condestable Álvaro de Luna, fue su padrino en la ceremonia. Tras ella, madre e hijo se trasladaron a tierras navarras, donde las Cortes le juraron como heredero en 1422 y le concedieron el título de Príncipe de Viana, aunque Carlos pasó la mayor parte de su infancia en el palacio de Olite. Allí fue donde fue educado de forma exquisita tanto en las armas como en las letras. Entre 1425, en que el infante Juan y la infanta Blanca fueron nombrados reyes de Navarra, hasta aproximadamente 1436, Carlos apenas se movió del entorno navarro, participando en diversos actos públicos y en fiestas cortesanas, tal como era preceptivo a los miembros de su estamento. “Era de estatura media o un poco mayor, de cara delgada y aspecto sereno y grave, con una expresión melancólica; tan magnífico y espléndido, según le había educado su madre, que cada día daba a quien quería cinco áureos; se deleitaba mucho con la música, gozaba con la compañía de literatos, y cultivaba toda clase de disciplinas, especialmente la filosofía moral y la teología; con un ingenio muy dispuesto para las artes mecánicas, lo tuvo para la pintura mucho más de lo que pudiera creerse”, nos comenta el obispo burgalés Gonzalo de Santa María. Su padre selló la alianza matrimonial que quiso realizar con los duques de Borgoña, razón por la que el príncipe Carlos fue prometido en matrimonio a Inés de Cleves, sobrina del duque borgoñón Felipe el Bueno. El enlace y los consiguientes festejos tuvieron lugar en Olite, el 30 de septiembre de 1439.
Al año siguiente, el príncipe Carlos fue investido con el cargo de gobernador general del reino de Navarra. Con la muerte de su madre, en mayo de 1441, Carlos de Viana se convirtió en heredero del reino de Navarra, bajo la condición de que no tomase el título real sin la bendición y el consentimiento de su padre. Carlos asumió de este modo la lugartenencia del reino.
Las instrucciones del testamento de la Reina terminaron confrontando a padre y a hijo en un largo conflicto que se prolongó más allá de la muerte de ambos. Recabando aliados, Juan II de Aragón se casó en segundas nupcias con Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, en un intento por ampliar sus intereses en este reino. De este matrimonio, el fruto más conocido fue el futuro Fernando «El Católico», cuyo fuerte carácter y vocación militar contrastaban con la apatía de Carlos de Viana, más interesado en el arte y la literatura que en gobernar. Las graves diferencias con su padre desembocaron en una guerra civil entre los beamonteses, partidarios de Carlos, y los agramonteses, defensores de la causa de Juan. Padre e hijo se enfrentaron el 23 de octubre de 1451 en la batalla de Aibar, donde Carlos fue derrotado, desheredado y desterrado. Mientras el reino quedaba en manos del noble que daba nombre a la facción beamontesa, el canciller Juan de Beaumont, Carlos de Viana se lanzaba en busca de aliados por Europa.
De París viajó a Italia aunque en ningún sitio obtuvo nada más que vagas promesas. Carlos estaba condenado a pasar a la historia como un perdedor, un pobre hombre sin astucia política. Tras el fracaso de distintos pactos y tratados, el príncipe se resignó a una vida de retiro, dedicada al estudio y la lectura; días en los que disfrutó de la amistad del poeta Ausias March. Tras huir primero a Francia, se refugió luego en la Corte de su tío Alfonso V de Nápoles, recluyéndose en 1458 en el monasterio cisterciense de Santa María del Valle, cercano a la ciudad de Mesina (Sicilia), tras la muerte de su tío.
En lo que pareció por un momento un intento por reconciliar a padre e hijo, Carlos de Viana regresó a Aragón creyendo que sería nombrado heredero de Juan. Así lo pretendía la oligarquía catalana –siempre enfrentada a Juan II–, que veía en la debilidad de Carlos una oportunidad de sacar ventajas políticas. Y en verdad, casi todas las fuerzas hispánicas trataron de sacar provecho de la tibieza del joven, al que el rey Enrique IV de Castilla intentó casar con su incómoda hermanastra Isabel (la futura Isabel «La Católica»). No lo consiguió porque al final Carlos escuchó a su padre, quien le advertía casi a gritos de que solo le estaban usando como arma arrojadiza. Mientras seguía sopesando si casarse con Isabel, Carlos se trasladó el 31 de marzo de 1460 a Barcelona, donde le recibieron con aparatosidad e insistiendo en que él debía ser el heredero al trono. Ante esta peligrosa situación, Juan II de Aragón también arribó en Barcelona, con su otro hijo, el infante Fernando, y con su esposa, Juana Enríquez, para recordar quién era el auténtico soberano.
Finalmente, Juan II ordenó el arresto de su hijo en diciembre de ese año y de sus principales colaboradores. La prisión de Carlos en Lérida provocó que la mayor parte de los señores feudales y la Generalitat salieran en defensa del príncipe navarro y extendieran la insurrección por Cataluña. Las voces en favor de nombrar heredero a Carlos también resonaban por Mallorca, Valencia, Sicilia y Cerdeña, e incluso se vivieron varias incursiones de rebeldes catalanes en Aragón. Procurando atajar la rebelión, Juan II accedió a liberar a su hijo en marzo de 1461 y a concederle la lugartenencia general de Cataluña, así como a reconocerle heredero real de este territorio. «Acordaos que la ira del Rey es mensajera de muerte», advirtió el aragonés a aquellos que creyeran que la victoria de Carlos no tendría consecuencias en el futuro.
Tras entrar triunfante en Barcelona, Carlos de Viana se reunió con la Generalitat para escuchar las exigencias que éstos querían hacer llegar a Juan II. Exigencias que adquirían la categoría de insolencia en el caso de la principal petición: quedaba prohibida la entrada del Rey en el principado sin el permiso de las autoridades. Cuando la guerra en el seno de la Corona de Aragón estaba próxima a reanudarse se produjo la sorprendente muerte de Carlos de Viana, a los 40 años, el 23 de septiembre de 1461en la cámara alta del Palacio Real de Barcelona. Su madrastra, Juana Enríquez, fue acusada de haberle envenado por la mera razón de que estaba cerca de Barcelona cuando aconteció la muerte. Tampoco faltaron quienes acusaron directamente a Juan II de ordenar asesinar a su hijo, cuya existencia y actuaciones políticas cada vez resultaban más incómodas al Rey de Aragón. Y bien es cierto que la desaparición de Carlos reforzó la autoridad de su padre en Cataluña y allanó el ascenso al trono de Fernando, pero también lo es que la salud del príncipe era mala desde hacía años. Sus años de destierro y su tiempo en prisión habían dejado debilitado a Carlos. Para viajar de un territorio a otro venía empleando una litera y apenas podía realizar tareas que requirieran esfuerzo físico.
Los estudios más recientes han apuntado a que la causa real de su muerte fue la tuberculosis que padecía desde hacía años. Carlos de Viana estuvo recluido en una celda húmeda, sin ropa de abrigo y mal alimentado. Estas circunstancias agravaron su tuberculosis y le llevaron a la tumba. La noticia de la muerte de Carlos de Viana causó una honda conmoción en Barcelona, convirtiéndole en un mito dotado de poderes milagrosos -«sant Karles de Catalunya», en el decir popular-, como se puede comprobar en la forma en que los diputados de la Generalitat, expresaron su pesar por el fallecimiento del «primogénito».
Paradójicamente, la muerte de Carlos de Viana no sirvió nada más que para encender de nuevo el conflicto entre agramonteses y beamonteses en Navarra, al tiempo que Cataluña se aprestaba a vivir una larga guerra civil por espacio de diez años. Sus restos mortales descansaron en el monasterio tarraconense de Poblet, hasta que en 1837 las tumbas reales fueron profanadas en una revuelta anticlerical; huesos y cráneos fueron esparcidos por el exterior del monasterio, de donde serían recogidos por un capellán de la zona, que los puso a buen recaudo, primero en la iglesia de l´Espluga (vecina a Poblet) y luego en la Catedral de Tarragona. Un siglo después, muchos de ellos fueron devueltos al monasterio, por lo que la confusión sobre las Tumbas Reales de Poblet continúa hoy en día…
*En la imagen: “El Príncipe don Carlos de Viana”, Óleo sobre lienzo de José Moreno Carbonero, 1881. Museo del Prado (Madrid).
El príncipe se representa vestido con grueso manto de pieles y un gran medallón al cuello, acordes con su dignidad, y aparece en la soledad de la biblioteca del convento cercano a Mesina (Sicilia), sentado en un sitial gótico, con la única compañía de un perro adormilado a sus pies. Recostada su frágil figura sobre un almohadón y apoyando en otro su pierna izquierda, está pensativo, con un gesto de amargo desencanto y la mirada perdida, sosteniendo en la mano un legajo encuadernado que acaba de leer. Ante sí tiene un gran libro abierto sobre un atril, viéndose detrás una librería repleta de grandes tomos encuadernados en pergamino y varios rollos de documentos esparcidos por el suelo y los estantes.