VOLUNTARIOS
Ago 08 2021

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).

Foto de la entrega de la medalla de oro a la grupación local de Protección Civil

Hace unos días, mientras asistía a la entrega de la Medalla de Oro del Real Sitio concedida a la agrupación local de Protección Civil, embargado por la emoción del premio al compromiso que con tanta dificultad se otorga en esta infame sociedad en la que vivimos, me vino a la mente el recuerdo de la tenaz y memorable Matilde de Magdeburgo. Viendo al alcalde de este Real Sitio, Samuel Alonso, definir la voluntad que mueve las camisas azules y naranjas de este Paraíso, este humilde Cronista rememoraba en silencio a aquella joven sajona nacida en aquella ciudad de la ribera del Elba hacia 1207, quien hubo de pasar la mayor parte de su vida dedicada a los demás, en constante lucha contra la desigualdad que, por mucho que traten de asociar al Medievo, ha sido, es, la característica definitoria de la sociedad humana.

Presente en todo momento histórico, la exclusión basada en la falta de oportunidades ha condenado a una importante base social a luchar por el sustento que a una ínfima parte les ha sido regalada. Carentes de recursos, de fundamentos políticos, económicos y culturales, esa sociedad excluida del éxito lleva penando por la historia desde casi el origen de la especie. Condenados a servir, a trabajar por las migajas, a aprender una historia inventada en muchos casos y, en definitiva, a sobrevivir, la parte básica de la sociedad ha transitado por estos lares alterando bocanadas y estertores a razón de mísera igualdad. En algunos momentos singulares, algunos seres humanos, cayendo en la cuenta de la injusticia inherente en el reparto del peculio social, decidieron dar un paso adelante y luchar contra aquella falta de empatía y compromiso que condena físicamente a una parte y moralmente al total del común. Matilde, proveniente de una familia privilegiada, aceptó aquella vocación desde el principio de su existencia, uniéndose a muy temprana edad a las llamadas beguinas. Éstas, sin ser una orden religiosa, dedicaban su existencia al socorro de menesterosos, enfermos, pobres y miserables de toda condición. Constituyendo hospitales y casas de acogida, recuperaban a mujeres y niños perdidos; atendían a leprosos y enfermos abandonados; insistían en educar a la pobre gente y dar un poco de luz entre tanta tiniebla. Dado que no tenían condición social que las agrupara ni advocación religiosa donde escudarse, generaron cierto rechazo, pues, a ver quién entiende eso de desvivirse por los demás pudiendo vivir a cuerpo de privilegiado.

Insultadas por la chusma, que les decían “pinzochere” o “bizzocale”, aquellas mujeres, entre las que se hallaba Matilde, pusieron una piedra donde asentar la dedicación altruista y filantrópica, base esencial del voluntariado.

Y allí sentado, frente a Javier Velasco y María Jesús Fernández Ortega con la Medalla de Oro en la mano y su uniforme de generala de los desvalidos, un servidor no dejaba de pensar en toda aquella humanidad entregada al auxilio del paisano y vecina, sea conocido o no, que, desde aquellos lejanos años del siglo XIII hasta el presente, han decidido seguir el mismo paso comprometido con el bienestar del necesitado como cimiento de la humanidad que tanto echamos en falta en nuestra sociedad. Desde las congregaciones hospitalarias nacidas de la semilla beguina hasta la voluntad que empujó a Henry Dunant a constituir la Cruz Roja en 1863 tras contemplar a cerca de cincuenta mil heridos abandonados a su suerte, consecuencia de la batalla de Solferino, atendidos por mujeres de la cercana Castiglione dello Stiviere bajo el lema de “tutti fratelli”; la humanidad ha demostrado con creces a lo largo de los últimos ocho siglos que, si bien ha sido capaz de convertir este mundo infecto en una letrina pútrida y miserable, entre aquella mísera y abominable búsqueda de la felicidad del yo ha ido surgiendo un clamor sordo e insignificante con fuerza suficiente para movilizar esa reminiscencia que aún nos sigue definiendo como seres humanos.

Esa chispa perfecta y comprometida, justa, necesaria y, por encima de todo, humana, fue lo que empujó, hace veintiséis años, a Jesús Gila, José Luis Arévalo, Jesús Espinar y Javier Velasco a llegarse hasta el despacho de Félix Montes Jort, alcalde de aquel Real Sitio, y solicitar la constitución de una agrupación de voluntarios, aprobada en el pleno del mes de mayo de 1996. Así, añadida una fragancia más a este Paraíso, se plantó, de paso, la semilla de la actual agrupación local de Protección Civil, conformada por una treintena de voluntarios implicados en toda actividad humana desarrollada en este municipio y atenta a cualquier solicitud de ayuda allá donde se produzca. Ya sea bajando en los brazos de Luis Alonso Marcos desde el cuarto piso de una vieja vivienda, rescatando accidentados en lo más recóndito y agreste de la sierra, organizando las donaciones de víveres para el ejército de guerreras y bomberos que acalló aquel infierno desatado a la sombras de Peña Berruecos o asistiendo al personal en cualquiera que sea el evento, las camisas azules y naranjas de mi Paraíso no han hecho otra cosa más que henchirme de orgullo con cada paso dado, cada servicio completado, cada entuerto atendido.

De modo que habrán de permitirme, queridos lectores, seguir el consejo de mi querido amigo, Pepe García Lomas, y trazar la senda del optimismo, aunque sea por una única vez, pues, en un mundo donde el individuo se convierte en cosa al masificarse el tratamiento dado a la humanidad, es esto, ese compromiso con lo humano, la última esperanza que nos queda, que nos alienta a seguir confiando en la superación de una especie que siempre ha sabido sobreponerse a la fatalidad irremisible encerrada en cada paso que damos.

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