POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIA DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Tiene la Historia una sorprendente manera de prevalecer en la memoria colectiva. Transformando los viejos conceptos en fluidas realidades, mantiene vivo el sentido constructor de la sociedad hasta el punto de mantenernos casi siempre en el mismo punto sin que seamos capaces de comprenderlo. Una vez somos conscientes de la enseñanza, del verdadero significado del asunto, éste pasa a mejor vida, cayendo en el desuso del olvido social. Fácil resultaba comprender que, por poner un ejemplo, la ciudad de Segovia, en su complejo transitar por el Medievo, acabó por conformar dos realidades sociales paralelas denominadas ciudad y tierra. Ocupadas por una diversidad de segovianos sin par, aquellos territorios quedaron divididos de forma perenne, el término en sexmos y la ciudad en cuadrillas. Respecto a la primera de las divisiones, el sexmo, mucho se ha escrito y hay pocos paisanos que desconozcan su significado y no presuman del mapa y la referencia correspondiente. Ahora bien, en lo que se refiere a la cuadrilla, la cosa cambia. División administrativa e, incluso, impositiva que estructuraba la ciudad, acabó por armar grupos dentro de la propia población casi endémicos. Los integrantes de aquellas divisiones artificiales, los cuadrilleros, llevaban a gala su identidad, quedando para la posteridad el orgullo de pertenecer a esta o a aquella cuadrilla, destacando sobre todos ellos, los quiñoneros.
Pasados los siglos que todo igualan en el triste desconocimiento de la desmemoria, el concepto quedó asociado a aquellos grupos de amigos que, ufanos de su imaginada libertad, recorrían su cuadrilla de barra en mesa consumiendo los chatos de vino que fueran precisos en la presunción de que, como en los años perdidos, su cuadrilla era la mejor. Al calor de estas y el jolgorio de su competencia, fueron naciendo tabernas, figones, bodegas, barras y chiscones donde compartir bebida con tapa, canción envinada y voces que ocultaran las miserias de aquella España ahogada en el griterío ensordecedor. Convertidos los bodegones en lugares de encuentro, de reunión y sociabilidad, este santo País se transformó en tierra prometida de bares y bodegas, multiplicándose por doquier las sencillas tascas de ansiado recuerdo, siendo los segovianos expertos en tamaña experiencia social.
En este Real Sitio, segoviano como el que más, resultaba casi inverosímil no encontrar cantina alguna en la calle que fuera, por mucho que la población no pasara de los tres mil paisanos en los días fríos que quedan al pasar el estío. Y más difícil era no percibir la presencia de las cuadrillas apretadas en sus barras o arremolinadas en la puerta, siendo imposible entrar en según qué momentos del día. En la plaza del Barrio Bajo solían mis vecinos apelotonarse en la puerta del Castilla, acabando la mayoría del personal sentado en los dos escalones que acomodaban el desnivel que salvó el empedrado traído por el Fernando Suárez de Tangil, conde de Vallellano, a principios de los años cincuenta del siglo pasado. Lo mismo que frente al tarro de los bollos del Buen Vino, donde recalaba los sábados la cuadrilla del Sr. Bellette; degustando la tortilla de patatas del Gallo de Oro, los vinitos de la Rosa, la Blasa, los boquerones de la Golondrina y la cerveza fresquita de Villa Rubia; apiñados en las exiguas barras de Casa Zaca, el Roma y el Dólar de Bermejo; en el Agapito o el Tío Pepe cantando la subida a los ceniceros y en la puerta de la Hilaria, el Porrón o la Tomasa, escondiendo de la autoridad los hongos de Hoya Espesa y las truchas del río Valsaín; jugando a meter monedas por las bocas de las ranas metálicas de los Claveles de Esteban, heredadas de la Rana Verde, antiguo avatar de aquella tasca repleta de chicharrones en flor. En la calle de los Embajadores nos pegábamos por entrar al Doro donde antaño estuvo el bar Alcázar, casi haciendo esquina con la pensión de doña Elvira, cuyo Bar Nacional acomodó no pocas bodas y bautizos en aquellos años del adoctrinamiento perpetuo incluso en el nombre de los bares. Más refinadas parecían las cuadrillas que se juntaban en el Blas Club, los Cestos, o en el Ambigú del hotel Europeo que gobernara Cándido Robledano, aunque uno no encontrara en los bolsillos de tan exquisitos concurrentes más que los restos de alguna gusarapa. En la que fuera casa del Sumiller de Corps de Carlos III se hallaba el Bar Madrid, cuyo comedor se levantaba al atardecer para convertirse en sala de baile donde porfiar con los gusarapistas, lo mismo que en el café Moderno o, ya pasados los años, en el Chuletín.
Para nuestra desgracia, la de quienes creemos que la sociabilización es la base del entendimiento general sobre el que descansa la construcción de una sociedad inclusiva y, en consecuencia, democrática, la mayoría de aquellos lugares de encuentro han terminado por desaparecer, quedando solo para el recuerdo de este humilde Cronista. En su lugar ha emergido una plétora de restaurantes y casas de comidas varias dejando apenas cuatro barras y algún bodegón para interactuar con los vecinos y visitantes. Empujados a compartir espacio social en un mundo virtual donde nadie es lo que dice ser y la apariencia imaginada lo es todo, caminamos hacia una irrealidad lamentable donde mostrar nuestros deseos entre luces impostadas, en lugar de perseguirlos cada día sin descanso, a la espera de poder asomar por la barra de aquel bar y mostrar lo logrado. Que sentado en los escalones del Castilla uno era capaz de empatizar con cualquiera que fuera la cuestión y aprendía a comportarse en sociedad, integrándose entre chatos y cañas, risas y discursos debatidos con la furia que sólo la desinhibición del que se siente libre puede provocar.
Quién sabe, queridos lectores, si en este mundo global de libertad extrema es cuando menos libres llegaremos a ser; si acabaremos por echar en falta esa limitación infinita escondida en la barra de una tasca pueblerina, donde cada uno no aparentaba ser, sino que, simplemente, trataba de vivir una realidad absolutamente presencial que, en definitiva, como bien sabe mi querido amigo Antonio Fornés, es la única que existe.