POR FRANCISCO SALA ANIORTE, CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA (ALICANTE)
A José Luis Vera Galiana, último de una saga de hosteleros torrevejenses.
En la calle María Parodi siempre ha sido muy simpático el ambiente familiar ofrecido en los establecimientos de hostelería allí establecidos. Me tengo que remontar a principios del siglo pasado, más concretamente al año 1910. En la Calle Espoz y Mina -que así se llamaba entonces- casi en la esquina con la calle Ramón Gallud -entonces Quiroga- estaba la hospedería ‘La Triple Alianza’, propiedad de Bienvenida Pérez de Espinosa, desde donde se dominaba el mar, el jardín del teatro, disponiendo de “frescas habitaciones y buenas camas”. Daba “servicio a la española” o sea, el camarero colocaba en el centro de la mesa la fuente con los alimentos solicitados y los cubiertos para que los comensales se sirvan ellos mismos; se empleaba con frecuencia en nuestro país cuando se solicitaban preparaciones “para compartir” y para adecuar el servicio a la oferta gastronómica de las tapas. En resumen: servicio ágil y eficiente, pero sin mucho agasajo, con buen trato y precios económicos.
A comienzos de los años cincuenta, Vicente Vera Viudes, ayudado por su hijo Ramon Vera Giménez, convirtió un antiguo almacén de redes en taberna. Allí se respiraba la “felicidad” en la que vivían su clientela; se comía, se bebía y se vivía felizmente tomando fuerzas, a su condición modesta de sus asiduos se expresaba en el menú; todo fiambre, verduras y frutas, porrones de vino, melones y… a comer a dos carrillos minchirones, estofado de tortuga, guisado de rape, caracoles, jibia, callos, etc.
Si se echaba una mirada a aquel destartalado establecimiento la fachada de tres metros de ancha estaba cubierta de pintura ocre y desconchada, unas letras azules anunciaban: “El Vera, vinos y comidas”, Era una casa baja con teja redonda antigua. Por las noches una luz en el umbral de la puerta era toda la iluminación. No estaba metida en un rincón típico, al contrario, la calle María Parodi, es hermosa, ancha y limpia como eran todas las de esta villa marinera y salinera. Cuando se penetraba en su interior, contemplando su ambiente era un bodegón que guardaba en el vino de sus barriles la alegría de sus asiduos clientes.
Por las tardes, aquellos viejos clientes acudían a ‘cal Vera’ a su casa, a su fiesta, a festejar, en esa media hora que duraba “la convidada” toda la mayor expansión de su alegría. Muy barato era el gasto. Unos vasos de vino, que el anciano que en la mañana había cobrado el subsidio de la vejez tenía moneda fresca y no reparaba en ir allí a beber un vaso de vino, del que quitaba las penas.
Los viernes conocía nuevos clientes, eran los vendedores del mercadillo que ponían los puestos tendidos en el suelo. No había que olvidar esa costumbre tan de aquí: compradores y vendedores, a media mañana, cuando el sol aprieta con fuerza, muy puntuales, pasaban al interior para remojar el gaznate. El vino remozaba los recuerdos y aclara las ideas. Se bebía lo justo, nadie se sobrepasa, por eso las ideas son siempre claras. En el gasto casi siempre impera la calderilla y no era muy excesiva. Algunos ancianos clientes añoraban su pasado, el horrible desengaño del tiempo, las gratitudes, los recuerdos, largos viajes por mares de casi todas las latitudes, en su vida marinera. Otros, del interior, del campo de Los Montesinos, San Miguel de Salinas, y La Mata, conocían el campo, la falta de agua… Esta bodega los reunía, alimentaba y les daba vida, era como un sedante.
Al fallecimiento de Ramón, le sucedió su hermano Manolo en aquel establecimiento que no tenía televisión, ni la necesitaban; era curioso entrar y ver un mostrador que se tambalea, pequeño, que apenas podía sostener un pequeño expositor de aperitivos, vasos, botellas con licores y un fregadero con vasos incrustados en el mismo. Las vigas y cañas del techo enseñaban el entrelazado de sus sogas en forma rústica y contextura fuerte; en la época en que el edificio fue levantado los albañiles no sabían hacer cielo raso en las habitaciones. Un arco en forma de celosía, de madera, separaba la entrada del interior. Cuadros de toreros y láminas colgadas de anuncio de licores antiguos eran los preferentes en las paredes, junto con un quinqué colgante y la vieja instalación de carburo. Aquellos clientes eran felices cobrando jornales de dos cincuenta al día cuando venían a cargar los carreteros fregaza y porcelana en el “Bazar del Siglo”, que vivía muy cerca de aquí, en la hoy calle Azorín. A ‘cal el Vera’, se disfrutaba con el vino o el anís de paloma que vendía, con la alegría que producía el vivir sentado en esas viejas mesas de pequeño tamaño, con mantel de hule clavado y deshilado, ya que de tanto limpiar, quedándole muy poca capa de goma. Las sillas de madera de morera, palo recto y duro, con asientos de soga, muy diferentes unas de otras y mezcladas con otras blancas de enea que fabricaban en Gata de Gorgos. Unos bancos de madera, el piso muy limpio y muy bien rociado, y es que en las casas humildes siempre sobraba la limpieza y la alegría. Los toneles, grandes y panzudos, guardaban y acunaban, muy bien ordenados, las diferentes clases de vinos que tanto acreditaban a la casa. El de La Mata, suave y dulzón; el jumillano, seco y con mal genio.
En el año 1966, ‘El Vera’ se hizo moderno, al lado, donde en otros tiempos pasados estuvo la hospedería de la ‘Triple Alianza’, Manuel Vera Giménez con su mujer Trinidad Galiana y sus hijos Manolo y José Luis levantó un nuevo bar y hostal con todos los adelantos modernos, edificio que a día de hoy, permanece anclado en el tiempo. Por su el trabajo a Manuel Vera Giménez le fue concedido el ‘Tenedor de Oro’ por la Asociación de Empresas de Hostelería de Torrevieja.
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