POR JOSÉ ANTONIO CALVO GÓMEZ, CRONISTA OFICIAL DE BURGOHONDO (ÁVILA).
La memoria de nuestros orígenes se desdibuja, a veces, entre la bruma de la leyenda y las narraciones, más o menos fabuladas, contadas junto a la lumbre en las noches más cerradas del invierno burgondeño. Una de esas historias legendarias acompaña, desde hace siglos, al Risco de los Bohígos, una piedra singular en el camino de las Navazuelas o, también, en la cañada del Puente del Rohete, como se conoce en los documentos medievales, hoy Puente Arco.
El Risco de los Bohígos es uno de los testimonios más evidentes del pasado celta del Alto Alberche, de los viejos vettones, nuestros antepasados, que, probablemente algo inadvertido, ha llegado a la actualidad con una cierta dignidad.
En torno a él, ahora lo explicaremos, se reconocen, al menos, tres referentes bien caracterizados: un ritual folklórico relacionado con el mundo funerario; un espacio mágico impetratorio, de petición e invocación sobrenatural; y una representación apotropaica, de protección anímica o espiritual, sobre las bestias de tiro, y sobre los campos y los ganados con los que, durante siglos, se sostuvo una sociedad de agricultores y ganaderos en las estribaciones orientales de la Sierra de Gredos.
La leyenda es sencilla. Según una vieja tradición, que se hunde en la noche de los tiempos, un desdichado caminante quedó trágicamente sepultado bajo esta inmensa roca que se desprendió, a su paso, de lo alto del cerro colindante. Nada se pudo hacer por su vida y, en sufragio por su alma, se ofreció, al pasar, un sencillo gesto de memoria y oración.
Durante generaciones, los que atravesaron esta quebrada, arrojaron sobre el Risco de los Bohígos, así llamado desde entonces, pequeñas piedras del camino a las que, normalmente, acompañaban con una oración por su alma. El lugar, señalado por la tradición y por la leyenda, conserva una suerte de significados que, como decimos, podrían ser fundamentalmente tres.
En primer lugar, no cabe duda de que nos encontramos ante un ritual folklórico relacionado con el mundo funerario celta. La vieja oración por los difuntos se entremezcla con una cierta comprensión de que las almas quedan, de alguna manera, ligadas al lugar en que vivieron, al lugar en que murieron. Hay un cierto deseo de liberarlas de esta prisión para que puedan gozar en la heredad de los bienaventurados. También hay una cierta necesidad de aplacar su desazón y evitar que dañen al que camina en la tierra de los vivos.
Resulta significativo que el Risco de los Bohígos esté junto a la Garganta del Puerto, que viene de Mijares. En la cultura indoeuropea, el agua es un punto de encuentro y de paso al más allá. En la Odisea, Circe manda a Ulises a la confluencia de dos ríos para hablar con los muertos. El agua es espacio de comunicación entre los vivos y los difuntos, y así queda gráficamente dibujado en Burgohondo, en esta peña sacra, camino de la sierra.
Al pasar, los peregrinos arrojaban una piedra sobre el risco y pedían que el alma de un difunto, de aquel desdichado que murió atrapado y, por extensión, de cualquier persona que soportara impenitente las llamas del purgatorio, quedara liberada para gozar del jardín del Edén, al otro lado de la puerta del Hades.
La muerte introducía un elemento de incertidumbre y desazón que parecía quedar mitigado por la oración de los que pasaban. Si era para que los muertos no sufrieran o para que no impacientaran al que transitaba por allí, en el fondo, no importaba demasiado. La oración era, sobre todo, un consuelo para el que, con cierto temor ante la muerte, pedía por los que ya no estaban con la esperanza de limitar la trágica realidad de la existencia humana, la de los muertos, que vagaban por el campo en la intemperie de un alma descarnada, y la de los vivos, que tenían necesidad de seguir luchando en una realidad nada acomodada.
En segundo lugar, se trata de un espacio mágico impetratorio, de petición e invocación sobrenatural o, incluso, de carácter oracular. Al lanzar la piedra sobre el Risco de los Bohígos, surge en la conciencia una cierta petición, elevada al sobrenatural de una manera más o menos indefinida. No sabemos a quién se lo pedimos; pero, en cierto modo, se formula una petición, a veces inconfesable, que se conserva en el interior de la conciencia.
Una pequeña piedra, lanzada durante siglos sobre el risco, ha terminado por crear un montículo de peticiones que se agolpan inconscientes como memoria de muchos deseos por cumplir. A veces, incluso, la misma petición lleva una respuesta inmediata. Hay como una superstición que se asocia a este rito. Si la piedra que se lanza no se queda en lo alto del risco, es como si la petición no hubiera sido formulada o, todavía peor, como si ya hubiera sido resuelta en sentido negativo, como si hubiera sido rechazada por defecto de forma, por no considerarse digna de aprobación.
La leyenda, de nuevo, ha dado curso a una suerte de razones que hablan de la dignidad del que pide y, sobre todo, de la nobleza de la petición. Es como decir que hay que tener una cierta alma para pedir y, sobre todo, que no cabe que se busque el mal para nadie.
En tercer y último lugar, el Risco de los Bohígos se convierte en un broquel apotropaico, en un escudo contra el mal, en un signo de protección espiritual de las bestias de tiro y de los ganados que pasan por estas trochas, camino de la sierra.
Este tótem al borde del camino, espacio mágico, reliquia sobrenatural, se convierte, por la especial concentración de buenas intenciones, formuladas por los vivos y por los difuntos, en referencia de bendición para los campos, para las bestias de labor, para los agricultores y ganaderos que, especialmente en la antigüedad, veían amenazadas sus escasas haciendas por la incertidumbre de un tiempo cambiante y amenazante. Los viejos lares viales romanos, los dioses de los que caminan, encontraron aquí todo su sentido.
En el imaginario colectivo, este espacio mágico se presenta como un ónfalos, como un lugar de convergencia, como el encuentro de tres ejes de realidad: el mundo de los vivos, el mundo de los muertos y el mundo del sobrenatural, que protege y acompaña al que lo invoca.
La tradición mágica del Alto Alberche va más allá de lo que la ciencia puede comprobar. Representa la memoria de un pueblo agrícola y ganadero, sometido a la imprecisión y la incertidumbre, en el límite de la supervivencia. La presencia de un espacio donde el sobrenatural se mostraba más propicio para escuchar los ruegos y bendecir sus medios de subsistencia se convirtió, para los hombres y las mujeres de esta tierra, en un gesto de consuelo y confianza.
En la actualidad, apenas queda nada de cuanto acompañó la leyenda en torno al Risco de los Bohígos. Nuestras raíces celtas han quedado ya muy desdibujadas después de siglos de romanización y, sobre todo, de pensamiento científico. Apenas queda un viejo rito, vacío de significado, de lanzar una pequeña piedra sobre un vetusto risco al borde de un camino que ya casi no lleva a ningún sitio. Pero este sencillo gesto, esta vieja referencia sobrenatural nos enseña quiénes somos, nuestro pasado, nuestra identidad como un pueblo celta, agricultor y ganadero, acompasado por el correr de los días en un Alberche Mágico que, una vez más, nos ha vuelto a sorprender.
FUENTE: CRONISTA