POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA).
Pues no se trata de ningún pueblo con este nombre, he localizado tres, el más cercano es Villavieja del Lozoya, en la sierra norte de Madrid. Y Villavieja de Yeltes, en Salamanca, ya tirando para Portugal. Hay otra está en Castellón.
Hoy he querido recuperar este nombre que los documentos antiguos daban al casco viejo de mi ciudad, Arévalo, al primitivo asentamiento medieval que posiblemente coincidía con un poblado aún anterior, en torno a un pequeño promontorio alrededor del antiguo templo de San Pedro, ya desaparecido. Pero no el barrio de su nombre, que es la zona norte de nuestro casco urbano, aquella que se encuentra más cercana a la confluencia de los dos ríos arevalenses, el Adaja y el Arevalillo, y arriba, en ese promontorio, está la fortaleza o el famoso Castillo-Silo, el Museo de los Silos, una visita obligada de visitantes, y aún de muchos ciudadanos que todavía no conocen la última restauración y reforma, para convertirlo en un museo de referencia del cereal.
Era una clara denominación que se refería a la parte más antigua o vieja de la antigua villa, hoy tan arrinconada hacia “la junta” de los ríos, y tan cambiada desde el incendio de la Guerra de la Independencia y por el abandono sistemático de aquella zona norte, y tan envejecida. Muy despoblada si exceptuamos las casas sindicales de la Avenida del Castillo, su límite oeste y la zona de la calle de Triana hacia el este.
La configuración urbana de esta población, encorsetada entre sus ríos y las cárcavas que los encajan en el fondo, muy alargada y siempre moviéndose hacia el sur, la hace distinta a otras muchas ciudades y villas que son concéntricas, cono las ondas que produce el impacto de una piedra en un estanque. Y por lo tanto, una configuración urbana acomodada a esas “cuestas”, que la limitan hacia los barrancos de los ríos.
Por ese mismo efecto, y siempre hacia el sur, el centro de la población se fue desplazando sistemáticamente, desde su primer núcleo de San Pedro, se trasladó con el primer ensanche medieval a la histórica Plaza de la Villa. Desde esta, favorecido por las Casas Reales, a la del Real. Y casi al mismo tiempo, a la comercial y mercantil Plaza del Arrabal, la sede de los mercados y las ferias, que como el nombre indica, estaba ya fuera del recinto amurallado. Con un parón profundo que duró siglos, mediado el s. XX se extendió hacia la estación del ferrocarril y la carretera de Ávila, se fueron creando nuevos barrios y desplazándose la población que prefería pisos modernos a casas unifamiliares.
Esta no es una evolución única, ha ocurrido en otros muchos sitios, villas y ciudades, con el abandono de muchas zonas y otras “villas viejas”. Pero, alertados de esta situación, porque no era conveniente esa despoblación sistémica, ni lo era la pérdida o aislamiento de tantos monumentos que eran legado de la historia, se proclamaron a los cuatro vientos, a bombo y platillo, planes de recuperación y rehabilitación, muy costosos y ambiciosos. La mayoría han fallado estrepitosamente y la tendencia continúa irremisiblemente. Es como tratar un cáncer con aspirinas.
Cómo me recuerda esto la tan traída y llevada “España vaciada”, nombre innombrable, de la que volveremos a hablar. Ya lo hice en otra columna de septiembre de 2019, pero, que ilusos somos, −o lo que sería mucho peor, hipócritas−, por mirar tantas veces para otro lado y después lanzar voces de alarma. Se nos llena la boca de que tenemos que favorecer esa recuperación, de incentivar para que la gente vuelva de nuevo a ocupar esos espacios, a revitalizar esas zonas que, por otra parte, tienen tantos encantos. Pero, por otro lado, no se dan soluciones ni facilidades a las iniciativas que toman esa decisión. No hemos entendido nada, creo yo, y los grandes expertos en urbanismo y recuperación, los autores de esos programas de recuperación y revitalización, para mirárselo, porque hemos conseguido muy poco. Podríamos decir, con bastante certeza, que esto es un fracaso colectivo… y, además, bien caro, por cierto.
FUENTE: CRONISTA
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