POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Odio la definición que nos limita. Condiciona al profesor, acorta el recorrido del aprendiz, elimina la imaginación del que observa e, incluso, condena al deportista a un ejercicio de estadística banal. Tratando de definir algo pasamos nuestras vidas y las definiciones nos vuelven miserables sombras previsibles que un día quisieron serlo todo. En el caso del historiador, tal práctica ancestral normalizadora de horizontes amplios nos empuja de la reflexión hacia el manual; del pensamiento en eterna construcción a la generalización envuelta en simpleza embustera y embaucadora. Que de definiciones sin sentido están llenos los manuales de historia, congeladores de la experiencia humana en un manojo de páginas aglutinadoras de un millón de vidas diversas, únicas, indescriptibles. Y los historiadores, presos de una pasión atribulada, hemos de soportar una enorme piedra atada al entendimiento que arrastramos cada vez que una cuestión se define en términos históricos y, presos de una duda eterna, no dejamos de reflexionar entorno a los múltiples vértices que la condición humana otorga a todo lo que nos rodea; pues, en términos humanos, nada es definible y todo quisque parece querer una definición para cada experiencia.
En esa duda irreversible me encontré hace unos días atendiendo a la presentación del libro de mi querido amigo, Ángel González Pieras, dedicado a los monumentos humanos que hoy reconocemos como integrantes de la edad de plata de la cultura segoviana, verdadero ónfalo de nuestra sociedad y a cuyo horizonte llevamos tendiendo más de un siglo. Y en esos términos se expresó la profesora Marifé Santiago, alabando aquella semilla para conectarla con los frutos de un presente esperanzador. El caso fue que, dado que todo se planteaba en términos evolutivos, uniendo aquello con esto, sentado en una esquina de la primera fila, justo en ese lugar donde todos saben que estás y a nadie le importas un comino, dejé que mi pensamiento vagara libremente desde esta realidad que experimento hacia aquel acaso que tan solo presumo entender. Y, a través de aquellos artículos, pude entrever una disconformidad con el planteamiento de partida, que definía una aportación de ambos mundos separados por el tiempo a lo que se convino en llamar cultura segoviana.
En primer lugar, aquella Segovia de hace ahora un siglo, provinciana, cateta, palurda y analfabeta; despoblada por el crecimiento de Madrid, en manos de caciques y tarambanas desmenuzadores de la poca esperanza albergada en una juventud que tan sólo quería sacudirse el polvo de la era, se regaló una epifanía con la llegada de Antonio Machado en 1919 que habría de estremecer unas raíces aún no putrefactas. De hecho, el esfuerzo de toda aquella gente al calor del poeta sevillano se centró en fomentar la educación entre la masa ingente de paisanos iletrados, incapacitados para la reflexión por ausencia de conocimiento. En esa línea habría que comprender la creación de la Universidad Popular, ancestro de las misiones pedagógicas convocadas por una plétora de joyas durante la II República y recogida de los proyectos iniciados durante el reinado de Carlos III o, ya en el siglo XIX, afectada por la explosión del pensamiento krausista de Francisco Giner de los Ríos y, ya en nuestra provincia, Augusto Arcimís.
En el otro lado de la línea temporal de esa cultura segoviana definida en la Casa de la Lectura se posicionó a una legión de segovianos comprometidos con la creatividad, segovianas unidas a la construcción de experiencias artísticas y divulgativas que, contando con todo el apoyo institucional posible, abren infinitos mundos al desarrollo intelectual de una población que cuenta con un proceso educativo formador y confuso al alimón, pero garante de un acceso a la información, al conocimiento, rayano en la locura, que dista años luz de la realidad encontrada por Machado a la sombra siempre amenazante de un acueducto que ora te aparta del ardiente estío, ora amenaza con aplastarte en caótico ocaso. Estos últimos, profesionales de la creatividad y generadores de actividad económica en un ámbito que se ha venido definiendo como cultura, sin embargo, se me antojan a distancia sideral de aquellos otros profesionales diversos que, conscientes de la necesidad de dotar de formación al pueblo para que pudiera afrontar con garantías su destino, sacrificaron su esparcimiento con un compromiso del que hoy podemos recuperar al menos una pizca de felicidad engastada en un recuerdo casi oculto.
De modo que, terminado el acto, me fui camino de la sombra del bosque inmemorial que me acoge cada atardecer con la condenada definición de cultura rebotando en mi pensar. Llegado a la plazuela del viejo mercado de la carne, sentado en uno de los fríos bancos del recoleto castañar que alegra mi calle, caí en el recuerdo de una conversación con el Maestro Julio Caro Baroja que, atesorada como el oro viejo que nunca se pierde, tuve en mis años mozos de estudiante ignorante y preguntón, estado, por cierto, del que nunca salí.
Cultura es todo lo humano, dijo el Maestro.