POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
No creo en los premios. Banalizan el esfuerzo, convirtiéndolo en mero trámite para la consecución de un objetivo que debería ser un acicate y no una finalidad. Concebidos como honra para agasajar al que se desempeña de forma extraordinaria en la disciplina que corresponda, el laudo al premiado ha terminado por convertirse en la meta que todo aprendiz persigue. Enfrascados en la medalla, los atletas olvidan el sacrosanto sacrificio que los hizo empecinarse en romper fronteras, cubrir distancias inimaginables, tensar los límites físicos del ser humano hasta lo increíble. La mayoría se queda con un trozo ridículo de metal colgando del pecho y no con la trascendencia del logro conseguido. Ya nadie se acuerda de aquellas estatuas sin nombre erigidas hace más de dos milenios en honor de los campeones olímpicos. Esos kuroi de largos cabellos trenzados y desnudez palmaria siguen gritando desde la lejanía el honor de la victoria más allá del premio conseguido.
Pero nadie los escucha. Todos se matan por conseguir el trofeo que sea para presumir de ello y, en esta sociedad que nada aprende del pasado, todo se reduce al premio y exhibición de un trofeo que nada significa, nada resume, nada establece.
Y en esa carrera hacia el premio, ese sinvivir por el trofeo que nos significa y resume en un trozo de lata, el esfuerzo detrás del individuo que ostentará un galardón que encienda la vanidad que todo lo destruye, nuestras sociedades han acomodado el esfuerzo social, la lucha por derribar fronteras en una burda persecución de distinciones que no despiertan más que envidia y desprecio frustrado a partes iguales. No es de extrañar que aquella cultura del éxito premiado haya alcanzado todos los horizontes que pueda ofrecer una sociedad, incluso en términos políticos, donde la elección, la presidencia y el liderazgo se han convertido en trofeo individual o, a lo sumo, en victoria del clan que aúpa al uno, dejando el compromiso con la comunidad en un plano que se esfuma casi al instante. El bienestar, la justicia social, el futuro halagüeño han ido desapareciendo, cubiertos por una bruma de individualismo feroz premiado por una horda de ignaros inconscientes del daño que se hace al porvenir.
Todo ello se me antojó resumido, debatiendo en clase con mis queridos estudiantes del programa senior de la Universidad Carlos III de Madrid, en una imagen sacada del baúl de la desmemoria. Hablando del poder legislativo en perspectiva comparada a lo largo del siglo XIX, quedé prendado de la sonrisa taimada con que un caricaturista de la revista satírica La Madeja Política había retratado al general Arsenio Martínez Campos tras el enésimo pronunciamiento militar. En aquella ocasión, este olvidado segoviano lideró una asonada más para interrumpir el proceso político español dirigiéndolo hacia la monarquía que habría de encumbrar a Alfonso de Borbón, hijo de la expulsada Isabel II. En el chascarrillo gráfico aparece el citado paisano vestido de gala frente a un óleo donde retrata con cierto donaire al joven que resumiría aquello de la monarquía constitucional patria que tanto nos cuesta explicar a los estudiantes ajenos cuando de constitucionalismo y estado de derecho se discute. Que describir el liberalismo, la igualdad de oportunidades y la libre competencia partiendo de la soberanía compartida, el aforamiento y la irresponsabilidad política del monarca, amén de la religión de estado, suele antojarse objetivo asaz imposible por mucho premio que acompañe la consecución de tamaño éxito.
El caso fue que, atendiendo a la caricatura del general y el cuadro de su rey niño, caí en la cuenta del paisaje de fondo con las tropas formadas que argumentaban las razones de otro militar reforzado por la potencia de sus armas como evidencia de la profundidad de su discurso. Allí reunida toda la tropa jaleando lo que fuera que clamaba Arsenio Martínez Campos para justificar que golpeaba al estado a los pocos meses de que otros generales hubieran hecho lo mismo contra el primer y único proyecto serio de federalizar España con la constitución no nata de 1873, percibí cierto parecido entre aquellos montes en los que se asienta la maravillosa y atávica Sagunto, cuna del nacionalismo español que tanto alimentara el padre Mariana, y los que circundan este Paraíso serrano a la sombra del Guadarrama.
En efecto, detrás de las tropas, del general y sus cuitas, del cuadro y la broma satírica, una solitaria colina saguntina me trajo a la memoria el cerro de la Atalaya que cierra el paisaje del Real Sitio en el noreste con la blancuzca y derruida Casa de las Vacas en su panza, exactamente igual que lo retratado por el humorista decimonónico y su mala gaita. Y es curioso que aquel paraje, el de la falda serrana del Real Sitio que cubre la mata y robledal de la Saúca, acabó perteneciendo al ínclito golpista, quien fue premiado por el bisoño monarca a los pocos meses de sentarse en el trono. Culminando el saqueo del monte público que había iniciado la camarilla que circundaba la corona quince años antes de aquello que describía la Madeja Política, la mata de la Saúca y los roquedales de duro granito, las agrestes caídas de los chorros a la sombra de las Peñas Buitreras y las sendas del pastoreo que terminaban en la majada Mayoral, en la majada vieja que describiera Alfonso XI a mediados del siglo XIV; justo aquellos pasos que siguiera el Arcipreste de Hita para llegarse hasta la serrana de Malangosto; toda aquella natura, digo, cayó en las manos armadas de quién pervirtió el orden social. Gran premio para tan poco original hazaña.
Y es que poco importa lo que uno haga, si en el origen de toda actuación se halla un premio como destino final. Siendo honesto, no creo que el general Martínez Campos provocara un pronunciamiento militar en 1874 para conseguir la mata de la Saúca, pero sí es cierto que la evidencia de seguir aquel predio en manos familiares perpetúa el recuerdo de lo acontecido. Da igual la distancia que haya entre Sagunto y la Saúca, el tiempo y las circunstancias: lo único que ha de prevalecer es la causa, el acto y el premio. Y nuestra única arma contra su olvido, el recuerdo, el conocimiento y la comprensión de un pasado que, desdibujado por la indiferencia, no se convierta en una rémora para un presente desmemoriado.