POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVA).
No sé si alguno habrá disfrutado de un atardecer a la sombra de la pinochera de Navalhorno. Apretada entre los pinos de una cárcava sombría, la vieja luz que abandona el día juega entre los troncos anaranjados en caleidoscopio de difícil explicación. Ora entre la rama caída de un serbal despistado, ora rompiendo en aureola sobre la nuez de agalla que el roble ha construido alrededor de un retoño alado, el destello tardío de la Segovia más anciana acompaña todo lo que uno quisiera desear. A veces el candil vespertino rebota en el tronco del viejo roble que, adormecido por siglos de indiferencia, vegeta frente al humedal de la fuente de los Endrinos, mientras el agua mana de la tierra en borbotón ajigoleado que recorre un perdido arrastradero cubierto por una plenitud de zarzas serpenteantes. Sentadas sobre un mantillo de cieno y polvo embarrado, estas reinas del bosque apartan al peregrino del viejo camino de la cacera, llevándolo por una suave pendiente hasta las perdidas trochas donde ni las más ancianas vacas recuerdan el pastar. Otras veces, prendida en el cáliz de un jacinto prematuro, del brillo apagado del narciso consumido por su sombra, el albor cura membrillos decide juguetear con el pasto reseco donde ya no habrá de retozar rumiante alguno. Ni oveja lanuda, ni carnero trasquilado; ni vaca serrana de cornamenta playera, ni cabra quejosa de balido estridente; ninguna pata, pezuña, casco o zapatilla, uña o muñón, parece atreverse con la sombra raída de la vieja pinochera segoviana.
Es posible que la juventud extraviada de tanto pino estirado, consumido por el deseo de alcanzar una luz que nunca será suficiente, acabe por perderse en una noche para la que no estamos preparados. Aliviados de ramas bajeras, tetones secos y afilados; liberados por el chaspe y la tronzadora repleta de juventud desaprovechada, los pastores de árboles han ido domeñando durante decenios el vigor de un bosque nacido durante el anochecer del sentido común, en los años posteriores al final de aquella guerra miserable. Muro de contención de un roquedal que siempre ha de amenazar el poblado serrano, la plantación de aquel joven bosque allá por los años cuarenta ha vivido todo este tiempo a la sombra de la roca, al arrebol de jara y estepa, a resguardo de una población siempre agradecida por el esfuerzo de corteza, raigón y rama. Apretadas las filas de los jóvenes pinos en orden cerrado de falange tebana digna del Epaminondas más heroico, mis queridos paisanos inmóviles sobre la Pradera de Navalhorno han cumplido casi un siglo de devoción a lo humano, de dedicación a un fin común de simbiosis perpetua.
Mas el tiempo, en su lento asesinar, ha envejecido la juventud de pino y serbal. La luz inmisericorde de un corolario interminable de días ha acabado por retorcer el tronco del roble, la raíz de la bardaguera y la rama del avellano. Los viejos pimpollos han desparecido, dejando a su paso pinochos eternos de barbas trenzadas por una cargazón de líquenes opacos, ajados y consumidos de tanta precaria humedad. Extraviadas las anclas en la sequedad de un bosque anciano, los pimpollos han tornado en vieja costra de madera lista para el silbido del hacha. Del naranja prístino y acaramelado han pasado a un marrón ceniciento que pide sierra y machihembradora en altos gritos que asustan a todo vegetal que por aquellos lares se atreve a echar raíz y hoja.
Eusebio, perdido entre tanto tronco chaspeado, lamenta la pérdida del bosque donde aprendió a perfilar corteza y lata, ramón y cocorota. Lorenzo, ajados los nudillos de tanto trasegar, no deja de añorar aquellos años de recoger cargas de leña entre troncos tan recios que derretían la nieve en gélido alcorque. Tomasele, fija su mirada en un pasado que no habrá de volver, desearía ver aquel bosque juvenil, de latas sólidas y rollizos contornos y no los cadáveres que, caídos en pose infame, se abandonan a porvenir que no cree en dios alguno.
Y un servidor, acompañando mudo al Sr. Bellette por el cauce muerto de la vieja cacera, no deja de pensar en la paradoja de un bosque que no sobrevive al humano que lo plantó. En ese sinsentido de pino joven avejentado y roble viejo desdeñado, la naturaleza se pierde en el usufructo continuo, sin que humano y árbol sean capaces de consolidar amistad alguna que no fine en filo de hacha y cadena de caballería.
Allí, digo, viendo las raíces macilentas asomadas a un calce polvoriento con la esperanza de que el agua de Navalonguilla vuelva a corretear entre meandro y roca, cascarilla flotante y florecilla risueña, este que suscribe no deja de recordar que lo joven ha de tornar en viejo; la hoja secarse y la corteza, agrietada por una ensoñación de vigor tardío, descuajaringarse en anciana concurrencia de grietas oscuras y hendeduras de araña hambrienta; que entre tanta juventud divina, insensata vida desperdiciada en alarde contingente, la naturaleza ha de renovarse en constante ciclo desalmado. Seguro estoy de que la pinochera bendita de infinita columnata tendría un día que envejecer, restañar tanto florecimiento en tronco ensanchado, acículas largas y parduzcas, copa desafiante y claroscuro sempiterno de atardecer permanente. Ahora bien, no puedo dejar de pensar que un bosque envejecido no deja de ser una aberrante imposición de la humanización más desalmada en una naturaleza que acabará por escarmentarnos.
Los bosques frente al hombre siempre han de ser púberes ante cigotos sin desarrollar, donde la brizna del tejo que bosteza resume la existencia de un millar de generaciones humanas. Que con cacera rebosante y orgulloso pimpollo nunca habría de sentirse atardecer alguno en Navalhorno, más allá del parpadeo imprevisible de las mariposas felices de compartir una infancia eterna entre los jóvenes tallos de la pinochera inmortal.