POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA OFICIAL DE LAGOS DE MORENO (MÉXICO).
El día primero de marzo, setenta años hace que moría en su casa de Santa María La Ribera el médico – novelista Mariano Azuela González. Yo no había nacido, sin embargo escucho aún el azoro de los primos que de alguna manera fueron testigos de esa fecha que marcó a la familia, a la par que al ambiente cultural de México en el que su figura sigue siendo sobresaliente.
Aunque inicialmente la capilla ardiente se instaló en la sala de su casa, el cadáver fue uno de los primeros realizados en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes en donde se le tributó homenaje al que asistieron las personalidades del mundo cultural, académico e incluso político que le reconocieron su verticalidad a pesar de que, en los regímenes emanados de aquel México posrevolucionario no dejó “títere con cabeza” en tiempo y forma.
Su cadáver fue llevado de ese recinto a la entonces Rotonda de los Hombres Ilustres en donde hasta hoy reposa, en la tumba sencilla en la que sus restos se convierten ya en ceniza, tumba de la que emerge el libro macizo que representa su obra escrita, tumba hasta hoy respetada por los ladrones de placas y letras de bronce, dado que no las contiene.
Escribió Isse Núñez en nota publicada el 2 de marzo de 1952 en Novedades:
“Don Mariano Azuela bajó ayer, a las 13 horas, a envolverse en la tierra mexicana que tanto quiso. Junto a la tumba recién abierta, reposan los restos de don Isaac Ochotorena, el biólogo, y del general Mariano Escobedo, el patricio. Un nuevo claro oscuro de dolor quedó así escrito en la página brillante de la literatura mexicana. Dolor de quienes conocieron su vida y su obra, y dolor ausente de los personajes que tuvieron vida merced a la magia de su pluma regia. Dolor inmortal que inspiró los bajos fondos de “La Marchanta” y las desilusiones de aquel Demetrio Macías que surgió en “Los de Abajo”. Dolor de los soldados desconocidos que abrieron brecha en los álgidos períodos revolucionarios que el ahora ausente escenificó en su obra.
“Dolor sin lágrimas, sin embargo, en todos los que ayer rodearon el hermoso rincón de La Rotonda de los Hombres Ilustres para dar el último adiós al novelista que, como dijera Novo en su oración, <hizo que México dejara de ser un país simplemente plástico en la expresión artística de sus realidades actuales y esenciales, para ser también un país cuya literatura fuese vital y auténticamente enraizada en su suelo>.
“El cuerpo del escritor fue llevado hasta su última morada en hombros de un grupo destacado de funcionarios: el licenciado Rogerio De la Selva, en representación del Señor Presidente de la República, licenciado Ángel Carbajal, licenciado Manuel R. Palacios, licenciado Antonio Martínez Báez, licenciado Franco Carreño, licenciado Agustín García López, doctor Antonio González Cárdenas y don Aarón Merino Fernández.
“Eran las 13 horas, “La Marcha Fúnebre”, de Chopin rasgaba el alma. Escritores y funcionarios, poetas y artistas, el pueblo entero de México, con la totalidad de sus representativos formaba aquel cortejo que tardó 10 minutos en avanzar 100 metros. <¡Qué hermoso día para sepultar a Mariano Azuela!>, dijo Gómez Arias. Y luego siguió improvisando: <Es un día que no se parece al de ningún otro país…>.
“La pieza fúnebre del gran orador fue una de las más sentidas, Gómez Arias cantó mejor que orar para poner de relieve aspectos humanos y desconocidos del desaparecido. Gómez Arias pidió que no hubiera lágrimas para el ausente, pero luego, él mismo, enronqueció su voz por la emoción del llanto que quería brotar: <Todos le debemos algo…> volvió a repetir para concluir con estas palabras: <Y ahora, amigo, descansa en paz si puedes, porque yo estoy seguro de que tu espíritu surgirá siempre que haya necesidad de enfrentarse a la farsa>. Hasta aquí parte de la nota.
Hablaron también Mauricio Magdaleno a nombre del candidato presidencial Ruiz Cortines, Salvador Novo a nombre de Bellas Artes, el rector Luis Garrido a nombre de la UNAM de la que el doctor Azuela fue catedrático. Hizo un nuevo panegírico: “…nunca se doblegó ante los grandes, ni halagó a los poderosos. Su obra fue un valor de probidad literaria ya que jamás trató de ascender a empleos, cargos u honores públicos, vendiendo su conciencia de escritor. Por ello, su muerte es de las que provocan un verdadero duelo nacional”; Jesús Silva Herzog tomó la palabra en representación de El Colegio Nacional; Rubén Gómez Esqueda, en representación de las autoridades capitalinas.
“Mariano Azuela mató a Santa, no por ineptitud quirúrgica, sino por habilidad literaria. La Pintada y sobre todo, La Malhora, quitaron a la cortesana crinolina grata a los discípulos de Limantour. Si Azuela estrujó el almidón de don Federico Gamboa, López Velarde marchitó la gardenia en la solapa de Gutiérrez Nájera y, sin querer o a sabiendas, hizo de La Amada Inmóvil de Amado Nervo un mueble momia.
“Azuela no es el paralelo literario de la pintura de Saturnino Herrán, la música de Manuel M. Ponce ni las lecciones filosóficas de Antonio Caso. Resulta, más bien, un precursor de Orozco y de Diego; de Silvestre Revueltas, de un escultor cuyo barro todavía se rebela entre los dedos; de un poeta con palabra aún insurrecta en muchos aspectos de la narrativa contemporánea. Fue médico de pueblo, novelista de a caballo; señor –no cortesano ni menos novio– de la palabra.
“Cuando su cuerpo yacía, a la luz de cuatro cirios, en su modesta casa de la calle de Álamo, lloraban en la puerta diez o doce mujeres de rebozo: “Se nos murió el doctor”, decían en voz baja y entrecortada. Ninguna, sin duda, había leído una sola de sus novelas; pero, sin saberlo, comprobaron: el médico de barrio y de pueblo, había sido, dueño ya de gloria, un médico del pueblo. El novelista quedaba para muchos pueblos.
“Demetrio Macías y el Güero Margarito rondan el Cañón de Juchipila en espera de justicia todavía incumplida, mientras que, a La Pintada, ningún cursi habrá de llevarle flores a Chimalistac”.
Hoy, a setenta años de su desaparición física me pregunto si habría quien, a falta de recibir sus elogios, le pudiera llegar a etiquetar como traidor a la patria.