POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Siempre me ha sobrecogido pensar en la ignorada transcendencia de las calles de este Real Sitio. Ya estén empedradas de guijarros o adoquines; enlosadas con grisáceos esquistos de blanco cuarzo serrano o atiborradas de obtusos adoquines marcados por insensibles cinceles castellanos. Ya sean callejuelas sombrías de oscura hiedra encaramada al tapial, luminosas avenidas repletas de castaños floridos; paseos flanqueados por robles altozanos, cedros de corteza hirsuta o callejones trufados de dulzones ciruelos y fragantes lilos enganchados a una primavera eterna. Ya sean amplias alamedas confundidas por un trasiego contumaz encelado en un acaso al que nunca se ha de llegar; siempre termino en un banco de tablas verdes pringosas por la savia aún licuada de un ayer erguido hacia un estío primaveral, pensando en cuántos hollaron una vez los calces hoy polvorientos de un pasado irredento. Sirvientes apresurados, oficiales hacendosos, nobles políticos diletantes y monarcas corrompidos por una belleza nunca comprendida: todos en algún momento dejaron su huella en un lecho segoviano ya seco de grandeza, perdida su inteligencia en un mañana embustero y traidor.
Y allí recostado, entre la vieja madera verde a la sombra de un castaño de mirada vigilante agotado de tanto crecer, de tanto penar, no pienso en otra cosa que no sea un pasado ejemplar. Vuelvo la mirada al final de la plaza, justo donde ordenó la reina Isabel plantar aquellos monumentos de descomunal talle, frente boscosa y porte ciclópeo; allí mismo, entre la casa del intendente y el hogar que fuera del marqués de Scotti, delante de la casa que albergó la academia de dibujo, me imagino a Antonio Maura con la banda del Espíritu Santo presto a departir con Alfonso XIII y sus ínfulas inventadas de buen y sacrificado gobernante. Más atrás aún se me aparece Antonio Cánovas del Castillo y su guasa malagueña avinagrada por tanto Madrid y tan poca Ronda. Un poco más atrás se deja ver Mateo Sagasta saliendo de la alargada oscuridad que proyecta Francisco Serrano y ese liberalismo tan particularmente despreciable que me reprocha Pepe García Lomas. Entre Juan Bautista Topete y Manuel Ruiz Zorrilla, dejando a un lado a Francisco Martínez de la Rosa ya decrépito y carcamal, asoma un plumón cosido a un ros ladeado. Por encima del barboquejo destaca un fino bigote engomado que hace más airoso aún el mechón de cabello que, sedoso y amanerado, resta protagonismo al tocado más galante de los lucidos por espadón alguno.
Entrecierro los ojos y, en efecto, no reconozco ni a Ramón María Narváez estirado, ni a Leopoldo O’Donnell arrugado. Tampoco parece Baldomero Espartero enfurruñado con ese rictus bilioso que con frecuencia le dominaba y que le llevó a abjurar de todo en su retiro riojano. Por fin la luz brota entre las ramas de la ancestral haya roja y reconozco a Juan Prim. De azul y rojo artillero, segoviano de Reus, madrileño de Cataluña, el general aventado, el loco de Castillejos que tanto atemorizara a generaciones de díscolos infantes marroquíes angustiados de tanto cuscús, transita entre la residencia que fuera de Múzquiz, al final de la Calle del Rey, y la Casa de Damas, donde reside la reina Isabel unos años antes de tener que tomar las de Villadiego en Biarritz. Es el 20 de septiembre de 1861 y el verano de La Granja achucha la casaca, cuece la bocamanga y achicharra el sable pendiente de vaina hueca y filo desportillado. Caminando de arriba abajo, de un lado a otro, la impaciencia agota el vigor del joven general. Ya no quiere saber nada de la Unión Liberal que fundara O´Donnell ni de los progresistas timoratos, templados por los espadones y las prebendas ministeriales. Los ácratas demócratas, filibusteros del sufragio universal, martillo de una iglesia corrupta a desamortizar, republicanos en ciernes y obreros a la búsqueda de un Julio César a quien confiar su ruina, tampoco le reclaman. Mira con fijeza al suelo y sacude de sus botas el polvo de una España que claudica. Vuelve la vista al horizonte y suspira. Allí debe haber un Nuevo Mundo expoliado que domeñar. Un tal Benito Juárez acaba de proclamar una república donde hubiera España hace un credo. Una descreída república popular que se niega a pagar las deudas contraídas por criollos y revolucionarios libertadores de pacotilla. Mientras los Estados Unidos se desangran en esa guerra civil que tan bien narraría Margaret Mitchell setenta años más tarde, un ejército franco-inglés va a partir hacia Veracruz al mando de un militar español para pasarse la patética doctrina Monroe por el forro del gabán. Prim carraspea un discurso enardecido que convenza a la reina de la necesidad de su liderazgo, de las garantías para el nombre de España y de la bolsa de dinero capaz de cubrir el agujero que ha provocado en la fortuna mexicana de Francisca Agüero, su antes rica esposa. Después de todo, saquear el México indefenso acompañado de piratas ingleses y pérfidos franceses no es más que un ajuste de cuentas por el peculio derrochado. Y, derrocado ese palurdo abogado de Oaxaca, ceñirse una corona lo mismo podría llenar ese vacío insondable. Después de todo, para llegar tan lejos hay que estar seguro de dónde se va. O no. Espartero lo mira desde la letanía con una sonrisa envenenada. Seguro que no sabe adónde va. Más le valdría andar por camino conocido, no sea que en un callejón perdido encuentre el destino sentadito en el coche con la guardia civil, según me cantaba la abuela María.
El viento azota de repente la copa de un enorme pino austriaco. Los grajos levantan el vuelo y la sombra lo cubre todo. El graznido me devuelve a mi momento y la ensoñación se desvanece entre espadones romos de fracaso inminente y sutiles plumas azulonas chamuscadas. Miro al suelo y el polvo sigue allí. Nadie lo mueve porque nadie lo entiende. Me levanto y camino de vuelta a casa, mientras las huellas quedan en el tiempo como la ignorancia de este presente anclado en un pasado que no deja de regresar.
La verdad, siempre me maravilla pensar en la ignorada transcendencia de las calles de este Real Sitio.