POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA.
Un bullicio de gentes se agolpaba a la puerta de San Nicolás, desde donde partió a las 19:00 horas.
Sucedió en un instante, en apenas unos segundos que a muchos se le antojaron eternos, tras dos años de triste y trágica espera. Fue entonces cuando el pulso de la ciudad, arrebatada por el primer sol de primavera tras tantos días de lluvia, se detuvo. Siete en punto de la tarde.
Un bullicio de gentes se agolpaba a la puerta de San Nicolás, en cuya parroquia entraban los estantes a cuentagotas, por riguroso turno y por precaución sanitaria. Unos cuantos gorrioncillos, inmóviles, se posaron en los aleros del templo; las nubes cristalizaban su agua, como siempre cruel y amenazadora en Semana Santa. Y ésta no lo iba a ser menos. Pero podía saborearse esa luz única, la del Cántico de Jorge Guillén, que atesora Murcia.
El estrépito de motores en los atascos pareció enmudecer. Las redes sociales ardían de postureo nazareno. Alguno creyó sentir que hasta el aire se tornaba denso, al menos más pesado al contemplar la puerta, aún enclavada, de la parroquia.
Entonces ocurrió. Retembló por siete veces el reloj de la torre y un crujido de goznes anunció que esta vez sí, tras dos años sin saborear cómo el incienso embelesa al azahar del abril murciano, las procesiones volvían a cuajar de tradición las calles más nazarenas.
Los tambores sordos descascarillaron, junto al quejido de las burlas, la costra de incertidumbre que atenazaba a tantos cofrades. Antes, aunque solo para los estantes que aguardaban inquietos en el interior, volvió a escucharse el tradicional grito que inaugura cada año la Semana Mayor. Fue Antonio Zamora, quebrada la voz, quien anunció: «¡Procesión a la calle!». Espectacular.
Muchos recordaron al inmenso presidente Ángel Galiano, cuyo estante presidía el trono de su Cristo, adornado como a él le gustaba, de rosas azules. Y su hijo, fiel continuador de tan grande estirpe nazarena, con acierto le tributó ese homenaje que tantos aplaudieron.
La normalidad auténtica
Y la calle, porque han sido veinticuatro meses de confinamiento nazareno, estaba a reventar, como tantas senás preñadas de caramelos: algarabía de carritos de chucherías; globos de niños torpes al cielo; vocerío de gitanos con brazaletes como medallas de generales, cobrando sillas, que hogaño ni una se quedó sin vender pese a su precio astronómico; paquetes de humeantes pasteles de carne y bolsas salpicadas de escarcha por las latas de la bebida oficial de la Semana Santa: la Estrella bien fresca; revuelo de murcianos de acá para allá, abuelos disfrutando con sus nietos esos asientos que ya nunca pensaron compartir… Viernes Santo de Dolores en Murcia.
La Cofradía del Amparo no solo inauguró este viernes la Pasión según la entendemos, que es está jalonada de alegría y barras de bares repletas de parroquianos, pues saben que esta historia acaba bien. El Amparo estrenó también la Semana Santa de la normalidad auténtica, que no tiene de nueva otra cosa que las decenas de pequeños que no recordaban, porque hace dos años que la Covid nos privó a traición de ello, qué es un nazareno dando caramelos.
Por eso muchos, pobrecicos, lloraban asustados. Y su llanto se unía al de sus mayores, quienes tampoco aguantaban las lágrimas al recordar cuántos murcianos se ha marchado al Cielo azul del Amparo, en tanto casos en la soledad más absoluta, esta desoladora pandemia. Lucían también atados al frente de los tronos los estantes de Joaquín Alix, ‘Pipo’, y de Pablo Portillo, junto a su Cristo del gran Poder que ya lo abraza en la Gloria.
Las calles se poblaron de nuevo de túnicas azules recién planchadas, de enaguas almidonadas y medias de repizco, de varas de mayordomo y de cruces, de aromas de ese incipiente azahar que, como rotunda tarjeta de presentación, enarbola la primavera.
Por eso, cuando el primer paso del Ángel de la Pasión, el de Joaquín Roses que dio el primer toque a una tarima este año, arrancó su estación de penitencia quedó abierta de verdad la vía dolorosa. Y muchos la disfrutaron, pues aún pende sobre todos el fantasma del contagio, como si esta procesión fuera la última.
Un encuentro iluminado
El desfile avanza con cadencia hasta adentrarse en el vientre de asfalto de la ciudad. Las filas repletas de fieles se convierten en un retablo de sensaciones y suspiros, de pequeños ilusionados que tienden la mano al penitente, de ancianos que recuerdan aquellos tiempos en que fueron niños y añoran a aquellos padres que ya sacaron contraseña para el Cielo.
Familias enteras olvidan sus preocupaciones, acaso sus recelos por la pandemia, para degustar la procesión que vibra al cruzar la Catedral. Sólo restaba un instante mágico, cuando el desfile retornó victorioso a San Nicolás. Esa plazuela, que parece ensancharse para acoger a los cientos de murcianos congregados, fue testigo del encuentro entre la Madre y el Hijo, de nuevo paralizado el pulso de la ciudad. De no haber faroles nadie se habría percatado. Porque las luces de los móviles al tomar fotografías encendieron todo el barrio y no pocas lágrimas.
En ese preciso instante, casi cuantos veían pasar la figura rendida del Cristo se sintieron identificados con el sufrimiento de tantos que no tuvieron la suerte de sortear el maligno virus y volver a emocionarse al paso de un trono. Estoy por escribir que la ciudad volvió a sentir que lo peor, esta vez sí, ya ha pasado.
La procesión discurrió como la vida, entre notas de marcha apenada unas veces, con el aroma airoso de la alhábega otras. Pero allí, todos, dentro o fuera de las filas de la cofradía, volvieron a reencontrarse con sus recuerdos, en tantos casos teñidos de pena tras haber perdido a alguien amado. O por sentirse afortunados de saborear de nuevo unas horas de tradición nazarena que, eso sí es lo único que agradecer al virus, valoraron más que nunca en todas sus vidas.
FUENTE: https://www.laverdad.es/semana-santa/murcia/cristo-amparo-reencuentra-20220408210158-nt.html