POR PEPE MONTESERÍN CORRALES, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS).
Hablaba Neruda de una tortuga que murió en su finca de Isla Negra, que anduvo mucho, que comió huesos de aceituna en las profundidades del mar, que nadó siete siglos y conoció siete mil primaveras, blindada contra el calor y el frío, contra los rayos y las olas, una tortuga amarilla y negra, que de tan vieja se fue poniendo dura, dejó de amar las olas y cerró los ojos que tanto mar, cielo, tiempo y tierra desafiaron, para dormirse entre las piedras.
La mi Raquel y yo acogemos dos tortugas, desde que nacieron en 2011, las regalaron a mi hijo, Andrés Monteserín Díaz, sus compis de colegio; son galápagos de la Florida (las tortugas, no los compañeros), la Trachemys scripta elegans; semiacuáticas, originarias del noreste de México; se alimentan de Gammarus deshidratado, que compramos en el súper, Repto Min, con calcio bastante, y agua del grifo neutralizada con Aqua Safe. Las tortugas de mi hijo, a quien yo por cierto llamaba tortuguita cuando era bebé, nunca vieron con sus ojos antiguos el mar Cantábrico, mucho menos arañaron el Pacífico con sus manos de rapiña, pero mi hijo se niega a que las dé en adopción acá porque las matan para que no espanten al busgosu.
Rígidas como dos planchas, viven muriéndose una primavera tras otra en el patio de mi casa, mirando al oeste. En Cuba fue concebido mi padre, en 1918; a Argentina emigraron los hermanos de mi abuelo materno, y allá tengo una larga y maravillosa familia Corrales, y a México emigraron una burgalesa y un pasiego, para que naciera en Veracruz la mi Raquel Díaz Rámila. En mi casa, pues, todos miramos al lejano oeste.