POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Siempre he visto en la escritura un mundo de belleza sin igual. Perdido entre trazos imposibles vivo, admirando ligaduras y trazos caídos que, de cursivos, parecen acelerar toda una línea escrita hacia un horizonte de fuga emocional. Prendido el cálamo de tinta, veo letras fluir bailando un son delicado de profundo sentido humano. Ya sea con versales lombardas de oscura ostentación, diminutas letras de privilegios vencidas por la imponente rueda polícroma que todo lo absorbe o en gráciles góticas de veloz paso, la idea escrita para ser leída ha de ocupar un lugar esencial en mi corazón. A veces, sorprendido por un trazo extraño, fija la vista en una letra ampulosa o en una de aquellas que, inmensa en su presunción, tiene la arrogancia de alojar un universo en la oquedad de su cuerpo, acabo por olvidar que, más allá de la belleza incólume de un universo escrito, existen otras formas de comunicación alejadas de tinta y pluma, pergamino y cordeles de vivo color, papeles verjurados y sellos de placa secos impuestos entre rancios escudos y coronas desgastadas. A veces, saco de mi diletante pensar el conocimiento de otras formas de escritura más incisa que impresa, más impuesta que impresa, presentes en nuestro cotidiano trasegar y a las que apenas dedicamos más que un vistazo forzado y accidental.
Condenadas a vivir en la ignominia del desconocimiento ignorante, la escritura no escrita, aquella que rasga y rompe pedruscos a nuestro alrededor, que perfora el granito y cicatriza la arenisca o la caliza; que adorna más que enseña, ha sido condenada hace siglos a una infamia solo explicable mediante el desinterés hacia todo aquello que requiera un esfuerzo añadido. Uno podría pensar en la elección del latín para inscribir leyendas en arcos y puertas, sin caer en la cuenta de que, durante dos milenios, aquellos que empezaban a leer, lo hacían entre latinajos y declinaciones. Que, de culta que era su lectura, todo lo formal se empleaba en tales términos. Para desgracia de generaciones cada vez más ausentes del conocimiento pasado, los latines cayeron en desuso, pues, ya me dirán quién querría aprender un idioma muerto que apenas hablan unas pocas personas, pudiendo hablar lenguas resucitadas de un pasado ignoto en loor del nacionalismo patético de turno. En otras ocasiones, el desconcierto nace en el cantero y su parloteo cotidiano, incluyendo modismos y usos localistas de determinadas letras o numerales romanos, como en la puerta de la Reina, en el Barrio Bajo del Real Sitio. Ahí, con dificultad, el paseante ocioso, perdida la mirada en la corona dorada que soporta el frontón, acaba por leer el mensaje de un rey pasado a la ignorancia venidera en un presente de incombustible ingenuidad.
Mas, la mayoría de las veces, lo inscrito en la piedra es una idea oculta al general entendimiento. Un mensaje arcano o no, oculto a ojos vista con la intención de que su saber universal, ese que se transmite con una mirada cómplice, con un guiño seguido de un susurro quedo y furtivo; un mensaje lacerante, por un lado, y gratificante para quien lo desentierra, por el otro. Así entiendo las cruces de basto tallado sobre determinadas piedras del bosque de Valsaín impuestas por mandato de Carlos III. Perdidas entre la hojarasca de la zarza y el piornal, del jabino acerado en púa y el pino chaparro acogotado por la altitud de una sierra nada amistosa, la traviesa que lacera la superficie del ancestral gneis ya nada dice al que, desocupado e inocente, se topa con su desvaído clamar. Aplastado el territorio en un follaje impenetrable de administraciones escaqueadas, las cruces del coto real se han difuminado en nuestro presente como una letra S escrita con demasiada prisa y poca tinta.
Es cierto, por otra parte, que, sabedor de esta tendencia hacia el infinito iletrado, el cantero optó por marcar con corona y fecha algún que otro peñote, base de una plétora de leyendas a cada cual más absurda, fruto todas ellas del esfuerzo por no enseñar de unos, y de no aprender, los otros. En el puente del Anzolero, al frescor de los mejores bodones trucheros del río Valsaín, campa una de aquellas viejas y primorosas coronas, acompañada de una leyenda inscrita en preclara capital cuadrada romana. Aun así, la agrupación de la D con la E en economía gráfica sigue confundiendo al inexperto lector. Un poco más arriba, llegando al carril de subida para las truchas hacia el embalse del Salto del Olvido, justo por debajo del inmenso roquedal de la Pata de la Vaca, aparece otra de esas coronas acotadoras de un uso privativo del río por parte de un monarca que, sabiendo analfabeta a la mayoría de la sociedad, entendió que los símbolos sí serían reconocidos en el respeto a su privilegio autoimpuesto.
A veces, queridos lectores, son los propios ignorantes expelidos por una educación inexistente quiénes marcan avisos a futuros incautos
Ahora bien, en otras ocasiones, los símbolos no son advertencias de usos privilegiados o leyendas grandilocuentes de hazañas diletantes nacidas en el ocio de un poder político pergeñado en el abuso del analfabeto. A veces, queridos lectores, son los propios ignorantes expelidos por una educación inexistente quiénes marcan avisos a futuros incautos. Así he de entender las cruces talladas en la fachada de las Casa de las Caballerizas, ocultadas por horrendos canalones y casi un siglo de desgaste serrano. Justo allí donde hacinaron centenares de paisanos en los años desmemoriados del horror totalitario o en la casa del Sumiller de Corps, frente a la Casa de los Infantes, vayan ustedes a saber si por las oficinas del mal alojadas allí mismo. O esas cruces rotas y desvencijadas en el arranque del camino a la fuente del Intendente y aquella que alguien decidió fracturar en la Casa de la Pesca.
Quizás, por todo ello, el tío Conrado y su inagotable lata de sardinas recuerdan en la fuente de José Abastas a cada paso gastado en la salida del carril que te llevará al paredón de la Chorranca, bajo un pino descomunal que bebe un agua inmaculada, que, puestos a no perder algo en esta vida, que sea la capacidad de recuperar cada grito inscrito en la peña que sea. Que, leyendo piedras entre pinos y aceras, casas y arroyuelos, sabremos de un pasado aleccionador no escrito en página alguna destinado a ser transmitido una y otra vez, en la esperanza de que la enseñanza sufrida no tenga eco en este presente de barbarie inculta.