POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
De un tiempo a esta parte paseo sin descanso el Jardín del Rey. A la vera del Sr. Bellette, tomo la fachada del aposentador Procaccini para bajar por la fuente de L’Herbe hacia la Partida del Rey. Pasando entre las ramas acostadas de los pacientes cedros, dejamos los rododendros en flor que vigilan el brotar de los perrechicos a la sombra de unos lauros resistentes a cualquiera que sea la demoledora poda. Salimos por la puerta de las luminarias y nos dejamos llevar entre castaños abrigados que se asombran de que nadie asome por el Colmenar y viejos tilos revirados de corteza torturada por un desdén que emana esa fragancia tan peculiar y adormecedora, sedosa y a la vez algo acre, distante y arisca, como esas miradas que todo lo dicen y nada prometen.
Cogiendo la calle de la Fuenfría nueva que una vez alguien vio manar, llegamos hasta la puerta del molinillo de chocolate. Allí, expelidos por el rugir de los motores, nos adentramos entre los bosquetes de bolandrines olvidados e ignotos ochavos, dejando a la diestra el de los perros de Carlos III y, a la siniestra, los verdes muros del laberinto que bien podrían ser aquellos que una vez vislumbrara Quevedo entre la penumbra de una nación agostada por tanta miseria humana. Llegados a la plaza inmensa de la fuente de Andrómeda, justo donde se aloja el sordo lamento de una Ceto siempre demonizada y nunca escuchada, decidimos si subir hasta el Pabellón Dorado o, dependiendo de la témpora, atrevernos con la escalera de Gazón que recuperara mi añorado Juan Fernando Carrascal y su indomable pasión por la jardinería barroca. En cualquier caso, arriba escalera o cuesta, arribamos a la medianería que nos ha de llevar hasta las fuentes del parque, aquellas que con tanta presteza disfrutan los ocasionales visitantes empapados hasta los tuétanos de un agua que, de fría, golpea el alma.
De un tiempo a esta parte, digo, que, paseando esas calles, he ido detectando un crecer incontrolado del vello natural que tiende a adornar la faz de parque y jardín. A medio camino de hípster acomodado y desgana dominguera, las avenidas de brillante zahorra triturada y doradas arenillas finas como aquella que vendiera mi antepasado José Juárez en 1757 para la consolidación de los paseos alrededor de la cascada vienen dejándose llevar por una estética de abandono soterrado en bellísimo y bucólico proceder. Según sea el momento en que uno se deja llevar por los caminos, el rubor de aquellos se torna en verde amarillento de sedoso pastel, agreste ocre quebradizo y hasta destellos de oro y limón, anunciando que el calor no detendrá el natural proceder. Subiendo hacia el Canastillo o bajando hasta la Trébede de Apolo, uno no sabe si flota sobre etéreos filamentos o si el condenado Turner ha venido a reírse de tanto Constable barato.
Ya sean verdes colas de rata luchando por ocultar la senda de un camino antaño reluciente; anchos pastos de San Agustín desmemoriados de un origen trascendental; bayueca fina de picoso perfil y turbio horizonte; margallos inmundos de verde anchura y áspera raigambre o simples y delicados molinillos que esconden en ese albur impoluto el diente de no pocos leones, los andares de este que suscribe y su homérico Compadre andan regocijados por un jardín que, de un tiempo a esta parte, tiende más a bosque despechado que a floresta sibarita y desmemoriada, fruto de una ancestral arrogancia desconectada de su pasado real.
Han preferido dejar palpitar el verdor incómodo de los caminos a abrasar toda brizna inesperada con los malditos pesticidas asesinos
Y no caigan en el error de pensar que la administración que todo aquello preserva se ha desentendido de su imperiosa obligación. Sabedores de lo que significa acompañar el vivir de este melancólico jardín y de su adlátere, el parque serrano de la falda del Guadarrama, han preferido dejar palpitar el verdor incómodo de los caminos a abrasar toda brizna inesperada con los malditos pesticidas asesinos. Pergeñados por abominaciones multinacionales como aquella nacida en algún convento feroz e inmisericorde del capitalismo norteamericano, esos condenados venenos, destinados a la eliminación de este constante florecer al que han tildado de malas hierbas en todo proceso educativo dirigido a la necesidad de compra de un producto innecesario, han venido envenenando la tierra que todo albergua y el agua soterrada que todo alimenta. Comprometida con la pureza del camino, del fogonazo rojo de una verde amapola, de ese tenue y dulce fulgor de la malva, de la hierba caracolera o de la cebadilla ratonera; con la tupida alfombra enraizada del jaramago enamorado de la valeriana roja y del almirón, compañero de la colleja y la amarillenta reseda; deseosa, digo, esa administración que gobierna el jardín preso de un fulgor incandescente preñado del azul intenso que domina la vinca inagotable o la preciosa jovialidad infantil de las margaritas cimarronas y sus mil sonrisas cristalinas ocultas entre sus pétalos, ha decidido expulsar de sus terreras veredas todo residuo criminal nacido del laboratorio infecto que corresponda.
Amante que es esthue milde Cronista de la brisa serrana rebotada entre tronco y pétalo, rama y tallo, no puede menos que regocijarse de la cruzada emprendida por los jardineros inmensos que custodian todo lo que crece en el verde tesoro administrado por Patrimonio Nacional. Y, más allá de la letra combativa contra la avidez empresarial, de la construcción de necesidades impostadas hacia una estética que, viendo el pasado desde el archivo histórico, sólo ha existido en la mente del que vende el veneno innecesario, el infante que vive entre mis arrugas y achaques queda agradecido de que, por una vez en la vida, las auténticas malas hierbas, aquellas que tuercen la risa de un niño y el corretear diletante de una cría de feliz admirar la comisura de una bella flor silvestre, hayan sido proscritas de este cálido vergel entre cuyos verdores transcurre mi existencia. Después de todo, queridos lectores, las malas hierbas no son más que un deseo perverso de sacarnos el picor de las canillas y la risa cristalina en un atardecer inmemorial acostado en el esmeralda refulgente de un vivir que nunca deberíamos perder.
FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/las-malas-hierbas/