POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Decía Leibniz que nacemos buenos y la sociedad nos moldea hacia el bien o el mal. A mí, desprovisto de toda consideración, me sacó doña Paula y, a otros muchos, doña Andrea sin más bagaje que un azote salvador y un beso de cariño inmenso nunca superado. Al menos un mínimo recuerdo merecen. ¿Recordáis a la vuestra?
ARTÍCULO:
Es esto de nacer un arcano que una nunca llegará a entender del todo. Acaso donde los haya, venir al mundo tiende a ser una suerte mezclada con premonición que alberga un extraño dilema de imposible comprensión. Vamos que, puestos a ser paridos, es más la suerte del momento que cualquier otro tipo de predestinación elucubrada por el iluminado que sea. Pasado y presente se hallan repletos de augurios acerca del porqué de un nacimiento concreto en el lugar que corresponda, respondiendo siempre a un vaticinio previsto, a una remembranza caída en el olvido y traída a un presente deslumbrado por una casualidad llevada al paroxismo místico más irreverente. Y nada será verdad ni por asomo, pues, en esto de abrir los ojos a la infecta luz que nos rodea, cada uno responde a la voluntad de su madre y nada más, pues, entre el camastro de la calle José Costa donde asomé hace ya unas cuantas primaveras y el retrete entre cuyas heces vino al mundo Carlos de Gante a caballo de dos siglos no hay más distancia que el tiempo y la fortuna de sobrevivir a semejante trance.
En mí caso y el de una plétora ingente de vecinos de este Real Sitio, conseguimos asomar, a pesar de las múltiples dificultades con que se encuentra la mujer que sea en tamaña circunstancia, gracias a la ayuda de la señora Paula, comadrona durante un eón, y las mañas legendarias de Doña Andrea Arribas, partera capaz de sacar de su cuerpo hasta once infantes y colaborar en el nacimiento de centenares de vecinos. Paridos en camas, tálamos, sillones y sillas; en los suelos, escaleras y portales; dentro de la casa propia, la del vecino, la del cura. Rodeados de familiares o más solas que la una, Paula y Andrea sacaron a más de la mitad de cuántos aún sobrevivimos entre pino y roble, arroyo y tomillar. Armadas de una paciencia infinita y pertrechadas de todo aquello que fuera preciso, las parteras de este Paraíso cumplieron con una labor reiterada todavía en un horizonte infinito de escaso reconocimiento y recuerdo imposible. A saber cuántos de los que lean estas líneas habrán tenido la oportunidad de saludar a alguna de aquellas mujeres impasibles e imposibles, necesarias y, durante decenios, contingentes. Este que suscribe las líneas que preceden y las que vendrán no tuvo necesidad de agradecer a tan inmensas personas la suerte que le regalaron: el pelo rizado y la travesura innata arrancaban una sonrisa a la partera cada vez que con ella cruzaba camino y mirada. De su selecto grupo de niños casados desde el nacimiento, Doña Paula me tiraba de los rizos y estiraba la mejilla antes de regalarme un sonoro beso achuchado, arrancado de las carreras propias de la pillería de turno.
Y de entre todos los recuerdos que uno tiene de aquellas mujeres, de su imprescindible quehacer jamás reconocido, mi Compadre, el Sr. Bellette, también fruto de las artes de Doña Paula, me hice pensar hace un par de días, entre vinos y viandas a la sombra del patio de la plomería, en la báscula que aquellas legionarias de la vida portaban de casa en piso, entre calles y terruños, de la casa de los Infantes a las casuchas de la Tejera y la fuente de la Rendija; corriendo hasta los casetones de Navalpinganillo y Cabeza Gatos o a los barracones infectos del prado Palomo; allá, digo, donde el milagro de la vida las atrajera.
Nacido el paisano, parida la segoviana, las doñas nos colocaban en la romana como melón sacado del secarral para anotar las arrobas que la pobre mujer de turno había padecido durante el tiempo que correspondiera. Fría como sólo el metal puede explicar, la romana no enseñaba lo que había fuera del regazo materno, ese que siempre añoramos y al que volvemos la mirada cuando la guadaña inmisericorde nos regala un funesto vistazo. Aún envueltos en la placenta que alimentó un latir esperanzador, un deseo de vida irrefrenable, los contrapesos de Doña Paula nos ponían en nuestro sitio, entre los cuatro kilogramos y el amor de una madre que, exhausta y dolorida, se atrevía a sonreír viendo un esperpento arrugado y gimiente entre espasmos inconexos y gimientes súplicas de retorno al lugar donde, en ese momento y en cualquier otro, todo tenía algún sentido.
Pasados los años y sistematizado el nacimiento de todo quisque en la matriz de un sistema sanitario que deberíamos estar defendiendo hasta la última de nuestras exhalaciones, las parteras y matronas, la doulas benditas capaces de llevar a término la gestación que fuere, todas ellas, benditos ángeles de la vida, han ido desapareciendo de nuestro transitar por esta vida cada vez más deshumanizada, donde traer al mundo un ser humano se ha convertido en un proceso automatizado que trueca a las mujeres en gestantes y al acto en sí del parto en procedimiento reglado.
Del mismo modo que ocurriera con el aprendizaje, con el descubrimiento de la naturaleza, de las sensaciones que nos convierten en aquellos seres vivos que asumen y disfrutan con el indicio antes de que llegue a convertirse en información y, en consecuencia, en práctica; el parto ha sucumbido a una normalización sistémica estomagante que nos transforma en actos y aleja de la potencia que alojamos. Esa promesa de un potosí reflejada en la mirada de una madre extenuada, en las manos firmes y experimentadas de Paula, Andrea y un ejército incontable de sabias matronas y parteros aún presentes en los paritorios de nuestros queridos y defenestrados hospitales públicos; esa promesa, queridos lectores, debe ser escrita con letras de fuego en la memoria de cuántos hallan llegado a este mundo en similares circunstancias.
Y para aquellos que tan sólo muestran interés en el lugar donde uno nace, donde se posó su madre para liberar semejante carga, sólo recordarles que, más allá de tierras y terruños, de idiomas inventados y tradiciones absurdas, de banderas y naciones; más allá de todo aquello que nos aboca al cenagal del odio infundado, habrán de recordarse a sí mismos sobre la romana fría y calculada de Doña Paula y envueltos en las pulcras y límpidas sábanas de Doña Andrea Arribas, promesas de todo y garantía de nada, correspondiendo a cada cual arrimarse al pronombre que más le defina.