POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
Asistimos atónitos al espectáculo de la supremacía de la posverdad en el mundo de la política. Hoy es más fácil creer en lo inverosímil que en la verdad. Ya no se trata de que la verdad nos haga libres, sino de que nuestra libertad sea verdadera. Esto en el fondo no es ni más ni menos el eterno retorno de un Prometeo que cada día, a la caída de la tarde, sigue robándole el fuego a los dioses y encadenando su destino a la roca que sostiene los sueños de todo el género humano: Disponer de pan, aceite y vino para tomarlos en paz y como hermanos. Pero sin llegar a la exageración con la que algunas veces nos sorprende nuestro contertulio el Caliche: “El pan, con ojos; el queso en aceite, sin ojos; y de vino hasta los ojos”.
«In vino veritas», en el vino está la verdad, hemos oído decir en alguna ocasión, pero está la verdad si el que lo bebe la posee previamente, pues se ha visto a quienes hartos de vino (con el vino hasta los ojos que diría mi contertulio El Caliche), decían grandes necedades, y cómo ilustres abstemios no se le quedaban a la zaga a la hora de hacer doctorados en ciencias de la estulticia. Vino, verdad y política pueden ir juntos, pero nunca revueltos. Las consabidas “fakes news”, las mentiras y los engaños que se generan en la política actual son más de vino peleón y de mala uva, que de un gran reserva.
Cuenta Cayo Tranquilo Suetonio, habitante de la vieja Roma, en las Vidas de los doce Césares, que al emperador romano Tiberio, cuyo nombre completo de familia era Tiberius Claudius Nero, sus soldados le llamaban Biberius Caldius Mero, donde esto de mero alude al «merum«, que así llamaban los romanos al vino puro. Ni que decir tiene que la chanza cuartelera sobre la afición del emperador a darle al mollate, habría de costarle a algún valeroso guerrero el destino forzoso a los confines del Imperio, si es que de tal trance salió con el cuello indemne en primera instancia.
Tanto los romanos, como los griegos, bebían el vino rebajado con agua, y sólo lo tomaban puro en el desayuno y siempre mojado en pan, de ahí que las tropas de Tiberio hicieran malicioso hincapié en la afición al vino, al vino sin bautizar, de su comandante en jefe, denominándolo Mero.
Y la cosa llegaba hasta el extremo de que, en los banquetes romanos, ya fueran de senadores de mucho ringorrango, o de procónsules de medio pelo, o fiestecilla de centuriones de tresalcuarto, se elegía al «arbiter bibendi«, es decir aquel que en cada momento debía decidir, según anduvieran los efluvios del patio, la proporción de agua que había que echarle al vino. Costumbre ésta sólo observada en el Imperio, pues como ya comentaba Cicerón «los bárbaros creían envenenarse si bebían el vino mezclado con agua«. Bien se ve, pues, que siendo antigua la costumbre de adulterar lo bueno, no es costumbre bárbara, sino muy civilizada, aunque poco conveniente y muy perniciosa, que a ciencia cierta no sabe este corresponsal de barra, más que de guerra, a vela de qué santo le vienen a la memoria aquellas palabras del Palafrenero de la Lozana Andaluza cuando a ésta le dijo muy convencido: «Que bien dice el que dixo que de puta vieja y de tabernero nuevo me guarde Dios«, y a lo cual sólo nos quede decir por nuestra parte que Amén.
Luego, en el vino, no hay más verdad que los cuatro puntos cardinales del universo tabernario, descrito y sintetizado así en los versos de Baltasar de Alcázar: «Porque llego allí sediento / pido vino de lo nuevo, /mídenlo, dánmelo, bebo, /págolo y vóyme contento«.
Le oí decir a Camilo José Cela, que todas las ocasiones son buenas para beber un vaso de buen vino, leer un libro discreto, pasear por el campo mientras se escucha el canto del jilguero, mirar para la luna y amar a una mujer que no sea demasiado latosa, que también las hay –si bien es cierto que este cuento puede aplicárselo cada mujer con respecto a algunos varones harto pejigueras, que haberlos también háylos, sobre todo en la política que se hace a base de mentiras y con mala uva–.