POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Me gusta pasear los jardines de La Granja en silencio a la vera de mi Compadre, el Sr. Bellette. Vereda arriba y trocha abajo, desgranamos los caminos sin la certeza de saber adónde vamos. Ora por detrás de la fuente del Gurugú que una vez acompañara un descomunal pino con atalaya en memoria de un campo de batalla funesto para la juventud patria; ora rodeando el bosquete del Ochavo que tanto preocupara a Pepe García-Lomas y, como arcano de este verdor, sigue contrariando a quien suscribe; sea el paraje que corresponda, paseo la soledad del bosque animado en compañía de mi amigo y el silencio que sólo la naturaleza sabe regalar al que escucha con atención el quebrar de la acícula o el estremecimiento de la seca corteza del calocedro. Caminando entre ramas agostadas y hojas retorcidas por un verano inmisericorde, alcanzo a ver la totalidad de un monumento vegetal vivo y la traza que una vez ideara un ingeniero francés al servicio de aquel monarca expatriado que tampoco quería ser español.
Y caminando sobre el crujir sordo de ramas caídas y hojarasca abandonada, imagino el diseño global que tan bien me describiera hace unas semanas mi querido jardinero humanista, Guillermo Cuadrado. Dividido el espacio en tres hojas con el palacio como referente, uno puede ver en la más alejada de la casona, aquella que linda con el camino hacia el viejo esqueleto de Valsaín, el parque donde alojar bestias y animales inmersos en una fronda dedicada a la caza y el solazamiento guerrero de un rey que trataba de encontrar fe donde sólo había lamento. La segunda partida, enfrentada con la fachada monumental diseñada por Andrea Procaccini con la postrer colaboración de Filippo Juvarra, Giovani Battista Saccheti o Sempronio Subissati, constituye el jardín del rey propiamente dicho, donde la mano artificiosa del ser humano moldea la naturaleza en imposible forma y contorno estilizado, quizás buscando esa improbable integración entre lo vivido y lo soñado, lo veraz y lo creído, ensoñación propia de la mente que no alcanza a comprender que formamos parte de un todo en donde deberemos asumir nuestra función y responsabilidad. La tercera de las partidas regaladas al rey en la nava de San Ildefonso, esa que flanquea la izquierda del palacio y linda con la cañada real desde que Carlos III se apropiara de bosque y pinar en Valsaín, incomprendida para muchos de los paseantes y curiosos, responde al espacio destinado al diletante esparcimiento del monarca y su familia.
Todo ese mundo empaquetado y cerrado por muros exteriores e interiores que delimitaran con claridad los espacios conformaba el jardín del rey de España en Segovia que una vez visitara Alexander von Humboldt entre las nubes de una montaña anclada en un pasado inmemorial y la llanura de una Segovia clamante y en retirada. Ahora bien, en la parte más alta del jardín trazó René Carlier una clara línea vegetal que definiera aquella ilusión natural del verdadero bosque preexistente. Aquel, sorprendido por tanta simulación e irrealidad impostada, dedicó su esfuerzo a crecer fuerte y cavar hondo. Masticando esquistos de un peñote avejentado, el bosque de Segovia se mantuvo firme en su naturalidad y vehemente en el consejo dado a todo lo que crecía amanerado entre setos y parterre, platabanda y coloreadas arenillas. Gritando su verdor al ínfimo boj sometido y al mirto que una vez fuera arrayán entre leones nazaríes, la floresta silvestre del bosque de Valsaín, de la mata de San Ildefonso, lleva tres siglos en lucha contra el esfuerzo domeñador de unos jardineros capaces de perder de vista la belleza inherente a la libertad que otorgan cárcava y peñascal, vaguada y cenagal. A veces, alguno de aquellos soldados arraigados en la línea, incapaces de romper la formación dibujada entre toesa y alcorque, desobedece las órdenes del cultivador y presta un instante de atención al canto que, desde lo más hondo del bosque, salmodia una nueva e impensable vida de lluvia escasa y barrenillos voraces. Cansado de la poda programada, del compañero alejado y de la ausencia del yerbajo cansino y la zarza divina, el paisano se olvida del son que canta su capitán y crece arriba y altozano, poderoso y brillante en pos de una luz prístina que todo lo vale. Desoído el grito del jardinero, el árbol vuelve a su ser a la vez que abre las ramas en abrazo ancestral a un pasado del que nunca tuvo la menor comprensión.
Mas, por mucho que un servidor quisiera ver en rebeldía a los rocosos bojes de las partidas bajas de palacio o a los ancestrales tejos aplastados bajo las platabandas de florecillas asilvestradas, acaban siendo los carpes quienes, hartos de tanta ordenación, cabalgan el canto del bosque serrano con tanto vigor que uno acaba por asustarse, viendo entre su corteza rugosa y la copa que se abre allí a lo alto un avellano aligerado, un tilo precoz o un haya salvaje nacido de una nuez caída sobre la línea del jardín real.
De todos aquellos carpes respondones, ninguno como ese que rompe la última línea en el partidor camino del Gurugú, unos pasos antes del puente bajo de ladrillos, aquel que escucha el cantar de la cacera camino de la puerta del Rastrillo. De porte descomunal, el carpe de la circunvalación grita aislado su rebeldía en un secarral, mientras sus hermanos agitan las raíces de la formación en un vano intento de secundar su destino. Centinela infiltrado de un bosque incapaz de aceptar derrota alguna, el carpe saluda a quien por allí pasea su meditar con una agitación susurrante y delicada nacida del rumor que la montaña regala al arroyuelo del bajío. El Sr. Bellette, siempre atento al caminar, suele detener su trasiego para, levantada la mirada hacia esa copa aún tímida, ensalzar la rebeldía de un árbol joven preñado de esa valentía que hace admirable al joven e insensato al viejo. No siendo lo uno ni lo otro, mi Compadre rodea el esbelto tronco y la isla que los jardineros de Palacio han sabido preparar para que semejante paisano desmovilizado pueda presumir su hermosa insolencia a cuántos por allí nos dejemos caer y seguir en estruendoso silencio el cotidiano trajinar por la arboleda que rodea el Mar de los Jardines.
Y, por más que se empine la senda, este humilde Cronista no deja de sonreír el alto crecer de ese joven centinela rebelde que, enfrentado a norma y costumbre, decide romper el camino con una esperanza luminosa. Sin saberlo, ese querido vecino torna en halagüeño un futuro de otro modo sometido a tijera y plantón, goteo y estiércol, como si el mañana no fuera una verde loma donde crecer sin remisión.