POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Sé que muchos piensan que la historia se escribe en versales lombardas de amplio trazo y sombra amenazadora. Escritas con alma de escultor, la mano de quien las pergeña no pierde tiempo en menudencias, alcanzando la línea alta de la caja de escritura con esa belleza que uno puede apreciar casi sin querer en el friso impostado que adorna la sala de las piñas del alcázar segoviano. Del mismo modo, amplia y resoluta como las altas letras del pasado, la historia nos alecciona desde un altar inamovible en el que incrustar cada evento decisivo como aquel que hubo de rematar la arquería central del acueducto por el que tanto se desvive una minoría. Ya sea por momentos inconmensurable o tediosa hasta la abulia, la vieja memoria del pasado, entregada a un presente de grandilocuencia, transita de puntillas con paso de gigante por nuestro cotidiano y anestesiado vivir.
Ahora bien, si uno se introduce entre las líneas retorcidas y cursivas que arrebatan una plétora incontable de documentos; si uno se atreve a abrir la puerta del archivo y toma asiento frente a una mesa y mil legajos; si uno se aproxima a la biblioteca en busca de lo que es y no de lo que se supone que es; si uno hace algo así, llegará con premura a la conclusión de que la historia transcurre sin que le demos la menor de las importancias. Acostados en la comodidad de la procrastinación y delegando toda responsabilidad en quienes poco o nulo interés demuestran en el proceso vital de las sociedades, vemos cómo la Historia nos supera por los flancos mostrándonos que la trascendencia es cotidianeidad y que la singularidad e importancia del hecho histórico se mezcla a diario con ese café, la recogida de los niños del colegio o el partido contra vayan-ustedes-a-saber-quién. Anestesiados por la insensatez, por la estulte posición distante hacia todo lo que no nos afecte en primera persona, observamos el paso del tiburón como anchoas necias de cerebro primario.
Espectadores de una obra que de teatral tiene bien poco, hacemos callo en el cerebro y pasamos las páginas del imaginario periódico con noticias acerca de impunes políticas criminales, de actitudes inmundas en líderes y jefes del Estado y, por supuesto, de agresiones internacionales al calor del motor económico que fuere. Qué bien pocos se preocupan por la barbaridad en que se ha convertido aquello de Ucrania, para negarlo en perspectiva histórica incluso cuando no dejan de subir nuestras facturas energéticas. Plantados ante la desinformación como patéticos pasmarotes, miramos mejor aquello que nos afecta personalmente hoy, desatendiendo el drama que vendrá mañana.
Supongo que mi querido y admirado amigo, Eusebio Martín Merino, no se sintió de esa manera caminando las calles de Praga en ese ya lejano año de 1968. Convocado por la selección de esquí de fondo, junto con otros diez deportistas de postín, singularidad de aquella España gris y mentirosa, descansaba en la capital de la entonces República de Checoslovaquia para enfrentarse a una de las pruebas de esquí alpino, enmarcadas el campeonato del mundo que habría de celebrarse un par de años más tarde. El caso fue que, esperando competir en tierras checas, aquellos diez españoles se encontraron con la maravillosa ciudad bohemia ocupada por tanques rusos, digo integrantes de las fuerzas del Pacto de Varsovia. Bien poco preocupados por aquella invasión extemporánea dedicada a someter las ansias de libertad de una sociedad sometida al totalitarismo, Eusebio y sus paisanos pasearon su viejo chándal arriba y abajo con la bandera de España duplicada entre hoces y martillos, tanques demoledores y aterradoras AK-47 bien engrasadas por la intolerancia.
Mas Eusebio, que de lidiar con ganado de media casta, pinos enraizados y ventiscas descomunales sabe un poco, no dudó en preguntar a aquellos soldados por sus intenciones en cuanto tuvo la ocasión. Allí, frente a la armada e impune fuerza invasora, el joven vecino de Valsaín no lograba entender que hacía un contingente ruso con bandera internacional invadiendo una república supuestamente independiente, soberana y democrática en defensa de… Bueno, de lo que fuera, puesto que mi amigo no fue capaz de retener la explicación dada por aquellos rusos desplazados. Caminando una ciudad fantasmagórica y vacía de paisanos, Eusebio y los nueve esquiadores de Praga dejaron de lado la barbarie que encierra el ideal impuesto para concentrarse en la competición. Días más tarde, mientras su nombre era coreado a la entrada del estadio por una masa ingente de aleccionados ciudadanos, mi querido amigo olvidó la trascendencia de aquella impune agresión, adormecido por el éxito individual y el presente feliz que todo lo aletarga.
De vuelta a esa España que tanta concomitancia tenía en la falsa democracia con la pobre Praga invadida, aquellos diez esquiadores exitosos, habrían de olvidar su paso por uno de los momentos claves en la Historia, ese que constituyó la invasión preventiva de la República de Checoslovaquia por parte del Pacto de Varsovia. Sometidas todas aquellas naciones a la voluntad soviética y la persecución que de la libertad y la diversidad hacen todos los regímenes totalitarios, Europa quedó anclada en un burdo enfrentamiento de bloques que habría de durar más de cuarenta años y costar unos cuantos millones de vidas desgastadas en la porfía ideológica.
Con todo, mi querido Eusebio, después de todo, sí fue consciente de la trascendencia de aquello que vivió, razón por la que no ha dejado de contarlo desde aquel entonces. Entre chascarrillos serranos y medias sonrisas acompañadas de una modulación artificiosa de la voz, transmite el impacto que aquel suceso le produjo, lo que no es más que el rastro dejado por la Historia en el que es consciente de sus puntos y aparte.
Quién sabe si debiéramos todos, por una vez en la vida, atender a lo que nos rodea y, con la sencillez de un gabarrero de Valsaín, preguntar de cara al devenir que todo lo mueve para, de una vez por todas, entender que somos nosotros quienes protagonizamos el proceso histórico y a quienes pertenece todo lo que ha de pasar, todo lo que ha de venir.