POR APULEYO SOTO PAJARES, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA (MADRID).
A nadie que conozca el cañón del Duratón le sorprende la atracción que el hombre ha sentido siempre por él. Se trata de un lugar privilegiado que el río ha ido labrando y configurando, y que ha acogido al hombre desde hace miles de años. Un hombre que ha considerado el río como sagrado, al igual que el barranco, pues tanto su curso como determinados lugares (abrigos, cuevas, penínsulas) se han visto como manifestaciones de lo sagrado a lo largo de las diversas culturas que lo han ocupado.
Las distintas culturas aprovecharon sus condiciones para habitar en el cañón, explotar sus recursos, protegerse del enemigo y para manifestar esa expresión religiosa a través de diversos medios. Lo que debió de ser un lugar bullicioso por el fragor del río, el tránsito por los caminos, la actividad agrícola y ganadera, hoy es un lugar tranquilo (salvando los fines de semana y parte del verano) donde el paseante (o piragüista) no iniciado cree estar en un reducto apenas hollado por el ser humano, un espacio siempre reservado a los buitres y al resto de fauna, a excepción de alguna cueva, como la de los Siete Altares, o de los vistosos monasterios de San Frutos o de La Hoz.
El aspecto del río ha cambiado con el paso de los años, en especial por la construcción del embalse del Burgomillodo, que ocultó caminos, abrigos, vegetación, puentes, un molino y hasta un batán, dificultando el paso por abajo (salvo en piragua) y camuflando, por tanto, parte de ese pasado repleto de actividad.
Sin embargo, cuando se lee acerca del barranco y se recorre con detenimiento, se alcanzan a ver muchos de esos rastros del hombre: caminos antiguos, cercas, apriscos, tenadas, poyales, muros, edificaciones, negro de humo muchas zonas y algo más llamativo, pinturas rupestres en solapas y abrigos.
La imaginación nos lleva a pensar en los pasos tradicionales por una zona que ahora está a trasmano, en unos refugios aprovechados por los pastores desde tiempos inmemoriales, en unas riberas flanqueadas por huertos y por frutales, en rincones habitados, o en veredas que ascienden al páramo hoy apenas transitadas. Solo los chopos, o un rebaño de cabras y algunas vacas, nos asoman a ese pasado, a veces reciente, a manera de muestra de lo que fue.
En relación con las pinturas, he de reconocer que lo que empezó siendo la búsqueda de algún testimonio de arte esquemático para incluir en el libro que estoy realizando sobre el río Duratón con Javier Pascual, se ha convertido en un reto ante la fascinación que produce la visión de esos paneles, más o menos elaborados, que plasmaron nuestros antepasados hace varios miles de años a orillas del río. Son pinturas esquemáticas con todo tipo de motivos, algunos naturalistas (figuras humanas, animales), otros más abstractos.
La lectura nos acerca al misterio de unos signos que los expertos interpretan de diversas maneras, aunque se inclinen por la expresión religiosa (cultos, ceremonias rituales) o por indicaciones de sentido territorial, como límites, o la señalización de la existencia de buenos pastos. Solo un estudio sistemático, acompañado de intervenciones arqueológicas en las estaciones, podrán aportar más luz.
Varios investigadores se han dedicado a escudriñar sus rincones o, como dijo el marqués de Cerralbo, “sus agrestes, tan pronto descoyuntadas como acantiladas márgenes”. El marqués describe 16 estaciones (en solapas o abrigos, y covachas), que Rosario Lucas, en su tesis doctoral, amplía a unas 30. Antonio de Mateo Remacha, cuyo segundo apellido da el nombre a una de las solapas más estudiadas, indicaba que hay unas 120 estaciones con pinturas, pero otras fuentes mencionan hasta 200, pues son un sinfín los abrigos y lugares que flanquean el Duratón, algunos de muy difícil acceso. En cambio, las cuevas apenas tienen rastro de pinturas, mencionando Rosario Lucas tan solo dos: La Llave, con “dos grandes manchones verticales” y La Nogaleda, con tres grupos. A ellas se puede añadir Cueva Rota de Sebúlcor, aunque las pinturas están en una solapa en el exterior, y la cueva del Cabrón, cuyas pinturas, en la intemperie, viera el marqués de Cerralbo.
Muchas de ellas están inventariadas y descritas en el Inventario de Yacimientos Arqueológicos de Castilla y León, otras no, pero es una circunstancia que va a cambiar en un tiempo, algo necesario por la degradación natural de algunas pinturas, debida a la cristalización del yeso por las filtraciones de agua, lo que descama el panel, o porque la roca se descascarilla al estar muchas solapas expuestas a la acción del clima.
Una vez vistas las principales estaciones y algunas “menores” (a veces tan solo unas líneas o puntos), el ojo se acostumbra y busca en la piedra las formas elaboradas en esa pintura roja tan característica (la más común, formada con óxido de hierro). Hay ciertas pautas en las pinturas, como el emplazamiento mayoritario en el margen derecho (con notables excepciones) o la orientación de las estaciones, a las que suele dar el sol. La ubicación varía desde el pie del río hasta la parte alta del acantilado, aunque suelen estar en lugares intermedios, a los que se suele acceder desde abajo. Como se puede suponer, el acceso a veces es penoso, teniendo en cuenta que las condiciones del terreno seguramente han cambiado desde que el hombre prehistórico (neolítico, calcolítico) circulara por la zona.
Han sido numerosos los paseos que he realizado por la zona con el fin de conocer bien el río y su entorno y reflejarlo en el libro. Es inevitable buscar en las solapas esas “manchas” rojas, lo que supone un estímulo, sobre todo si no son conocidas. En cualquier caso, provoca profunda emoción contemplar la obra que plasmó el ser humano hace varios miles de años, por motivos desconocidos.
Por ello, en uno de mis últimos recorridos por la orilla izquierda de una zona escasamente frecuentada, vino la sorpresa. Se trata de la parte cóncava de una de las hoces, a poco más de un kilómetro del puente Talcano, donde hay una sucesión de grandes abrigos a pocos metros de altura. Son evidentes los rastros de habitación en alguno de ellos, el más grande y protegido. Desde allí, siguiendo por el lateral de la península en sentido ascendiente, hacia el noroeste, van sucediéndose pequeñas solapas a la izquierda. En línea recta hacia el norte, a poco más de 500 m, se divisa la característica boca de la cueva del Cabrón, con una gran hendidura en la parte superior.
En el trayecto ascendente, cruza en el suelo algo que parece un sepulcro labrado que, sin embargo, apenas orada la roca unos centímetros, pero que podría ser una línea divisoria. También se aprecian dos depósitos cuadrangulares excavados en la roca en el suelo. Todo ello nos muestra un espacio habitado, o al menos ocupado, a lo largo de más de 200 m., algo poco habitual si se exceptúan los poblados de las penínsulas.
Al final de la cornisa se encuentra la boca ovalada de una cueva, con un eje noreste-suroeste y con unos 10 m de ancho por algo más de 2 m de altura en la parte interior, con una profundidad de unos 10 m, en que gradualmente va perdiendo altura. A la cueva le da el sol por la mañana y desde ella se ven todas las solapas precedentes.
El covacho sería uno más si no tuviera, en la parte superior del acceso, a modo de umbral, una hilera de pinturas de tono rojo algo anaranjado. La superficie es irregular y las pinturas se adaptan a las rugosidades y oquedades. La parte más visible, en la zona más alta de la boca, hacia el noroeste, y a unos 2-2,20 m de altura, mide unos 3 m de longitud y unos 20-25 cm de altura. En el lado derecho, en vertical, también se aprecian restos del mismo color. Se ven diversas formas, con líneas y, tal vez, figuras humanas, en una secuencia abigarrada.
Los especialistas tendrán que analizar las pinturas, seguramente vinculadas con el yacimiento inferior, y pese a que hoy día no se distinguen restos cerámicos o de otro tipo en el interior, podría haberse tratado de un lugar sagrado, tal vez de enterramiento, nunca de habitación. Al situarse en un extremo de un conjunto de abrigos, parece propicia a dichas funciones.
La ubicación de las pinturas es excepcional, lo que añade mayor interés a esta cueva. Tan solo hay una referencia paralela (al menos en su situación) en la cueva de la Nogaleda, donde en el arco natural de la entrada a una galería interior también presenta pinturas. Esta cueva parece haber tenido función funeraria, por lo que parece haber cierto paralelismo.
En todo caso, sirvan estas líneas para dar a conocer una cueva con pinturas que no aparece en la literatura científica y que por sus peculiaridades es excepcional en el cañón del Duratón. La investigación arqueológica en la cueva y en su entorno, podrá resolver los enigmas que plantea y, tal vez, aportará unos datos que mejoren el conocimiento de las pinturas esquemáticas en el cañón. Sea con fuere, siempre habrá merecido la pena el paseo por tan excepcional y asombroso lugar.