POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Amo todo lo que, siendo imposible, deviene en realidad: el atardecer lluvioso asaeteado por un haz intenso de sol moribundo en la risca que abre el Mirador del Balconcillo; la brisa congelada que rompe el caminar por la cuerda que une Dos Hermanas y el Chozo del Cancho una mañana sombría de agosto; la silueta del pastor a caballo tras las vacas en la lejanía de la Majada Hambrienta. Y siempre que ocurre alguno de esos milagros cotidianos, que la realidad me devuelve el ensoñamiento de una perfección imposible de explicar, caigo en la cuenta de lo afortunado que soy.
Así me sentí hace unos días en mi despacho, preparando una clase sobre las herejías en el islam para mis atentos y esforzados estudiantes del programa senior de la Universidad Carlos III de Madrid. Centrado en cómo representar la diferencia entre un texto sagrado que debe ser interpretado y otro concebido para la recitación sistemática y canonizada, cayó en mis manos una copia de una impagable acuarela regalada por Mariano Fortuny a mediados del siglo XIX en una de sus excursiones por el norte de África. Al tratar de mostrar una civilización denostada por el ansia colonial de esa España abocada a dejar una generación entera en el infame protectorado que nos endilgaron nuestros queridos socios europeos, Fortuny construyó una colección de pinturas tan magníficas que aún me cuesta entender cómo no son de obligado estudio. Y, de toda esa ingente obra, una de aquellas, capaz de parar el tiempo en un grito imperecedero, muestra a un almuédano llamando a la oración en escorzo imposible. Explosión blanca que congela el sonido en un atisbo de mandíbula desencajada, aquel maravilloso retazo de sonido pintado entró de lleno en mi galería de realidades imposibles.
Presta la mirada en aquel quejido atemporal, en esa apelación inmisericorde a la perentoria oración, empecé a pasear mi despacho elucubrando cómo habría sido este Real Sitio con almuédanos enriscados a las muchas torres que pueblan el caserío dieciochesco. Desde luego, el vocerío en competencia habría constreñido el silencio a la noche más oscura, imposibilitando toda conversación que no fuera destinada a encaminar al personal a la iglesia que correspondiera. Los del Barrio Alto, atemorizados por la torre de la Colegiata y sus campanas y campaniles trocados en cuarteto vociferante dado el prestigio del casero, ni rechistar habrían podido. Además, en los momentos de calma, la espadaña diminuta que corona la capilla de los vidrieros alemanes se habría preocupado de ocupar esos silencios incómodos sin salmodia que valiera.
Los del Barrio Bajo, presos de su intrascendencia en el prestigio, de su rendida dependencia callada, tendrían que haber soportado almuédanos en la capilla de la Virgen de los Dolores que alberga esa Filomena que tanto me aterra y en la espadaña escondida de la capilla de la Orden Tercera de San Francisco antes hogar de los cófrades de Ánimas, esos que te acompañaban hasta el cementerio para certificar tu muerte cristiana a pocos metros del referido campanario. Claro que, puestos a vociferar, las torres de la parroquia del Barrio Bajo, justo donde yacía aquel primer cementerio, y la pétrea atalaya de la iglesia que la Monja de las Llagas sacó a la piadosa y compungida Isabel II a mediados del XIX, se habrían llevado la palma. Es posible que, incluso en aquella distopía desarrollada en mi pequeño despacho de la vieja casa que habitaran una vez José Carlos Wicht y Manuel Budia, el joven Francisco Tapias Rueda hubiera logrado hacerse con las llaves del campanario. En compañía de aquellos amigos cuyo nombre me cuesta recordar, Gallito, según le llamaban sus compinches, se habría dispuesto a llamar a la oración en horas intempestivas revolucionando al personal hasta el desconcierto más absoluto. Allí escondido, en lugar de pulsar los botones que accionaban las campanadas de funerales y bodorrios, bautizos y comuniones y hasta arrebatos catastróficos que sacaban a medio Real Sitio a la calle con el calzón quitado y el alma en un puño, Gallito habría deleitado a media humanidad con sus gorgoritos litúrgicos en desfase maravilloso, encendida locura de un mundo que solo atiende a la seriedad incluso cuando aquella resulta irrisoria.
Desafortunadamente, ese mundo paralelo de comedia aceptada y fantasía desternillante quedó preso en mi demencia docente, mientras el grito del jadiz se diluía en la última de las espadañas que, en la penumbra del atardecer, recortaba su silueta con un sol encendido de fuego abrasador. Ésta, coronando los tejados enrojecidos de la que fuera Real Fábrica de Cristales al servicio de aquel rey déspota en su ilustración, jamás habría recibido almuédano o campana cristiana alguna. Encelada en cantar turnos y trabajos, horarios y obligaciones de aquellos manufactureros de la luz atrapada en el vidrio, la campanilla de la Real Fábrica jamás habría caído en broma alguna. Gallito a buen seguro se habría cuidado de someter tamaño instrumento al chascarrillo del sacrilegio bien entendido, pues, como solía decir mi Señor Padre, con las cosas del comer no se juega.
Y las viejas campanas de este pobre país, enamoradas de su tañido, deberían haber aprendido del grito sordo que lleva siglo y medio rompiendo la cerviz del pobre almuédano congelado por Fortuny. Aquellas, incautas en su simplicidad, inocentes en su transmisión de un mensaje impasible, nos habrían llevado a comprender que el mensaje debería trascender siempre sin llevar a equivocación al canal que fuere. Tañendo o salmodiando jadices o azoras, liturgias inventadas, alegrías, penas o turnos laborales, aquellos puntos de información, aún falseados por mi querido amigo en travesura inolvidable, deberían mostrar la simplicidad de la comunicación, esa que concibió mil formas de unir personas en el conocimiento, nunca instrumentadas en política falaz y supremacista que convierta el campaneo universal en elitista argumento de separación. En ese caserío impostado por la falsedad, queridos lectores, no habría habido Gallito capaz de burlar la seriedad impuesta por una deshumanización miserable.