LAS CASAS DISFRAZADAS
Oct 30 2022

POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO DE LA GRANJA (SEGOVIA)

Es esto de disfrazar las casas una costumbre segoviana inveterada. Acicaladas y travestidas en altavoz social, las moradas castellanas que acompañan mi pasear se desgañitan en sordo vocerío a cada paso ganado por la calle que sea. Lo mismo da que uno se meta en un viejo callejón de la judería segoviana entre rastros olvidados de sefardíes proscritos y perseguidos o que recorra las altozanas callejas de amplio bulevar, abiertas aquellas al sol de poniente junto a la iglesia de aquellos caballeros enamorados de San Juan y del prestigio indescifrable en la horca del campesino y el yugo que empuja el buey. A medio camino entre una nobleza inalcanzable y una vulgaridad clamada por los que perdieron el recuerdo del pasado, aquellos caballeros sin blasón ni heráldica que echarse a la fachada, repletos los bolsillos del condenado y miserable dinero que todo lo da, que todo lo quita, optaron por disfrazar sus casas con el viejo ataurique moruno de yeso y arena esgrafiado. Convertida la cara de sus casas en lienzo que seducir, los caballeros se dieron a una suerte de perversión decorativa sin igual, dejando sus casas convertidas en exposiciones de la nobleza negada que el dinero otorga y del poder innato de una clase transformada en estamento por la gloria del arresto de quiénes asumen el asalto al poder desde la más mísera de las posiciones.

Y compitiendo por ver quién esgrafiaba con mayor riqueza la faz de su vivienda, Segovia se convirtió en un exponente de la presunción burguesa venida a más, del poder social impreso en yeso y cal, ladrillo y roca bastarda. Ya fuera con remedos de filacterias pobladas por flores imposibles o por paños de brocado pétreo, la ciudad de mis entretelas se rellenó con un muestrario incomprensible de exposición social, augurando un futuro de riqueza innoble y de aristocrática zafiedad. Los segovianos, acostumbrados a tamaño alarde de petulancia, han ido dejando pasar semejante proceder hasta convertir una reivindicación social en folclore castellano, elevando lo esgrafiado a identidad común, mientras cada uno de los engreídos paisanos ya desterrados del recuerdo rabian en sus marmóreas tumbas calladas en el paso de esta iglesia o aquella catedral. Qué no se gastaron el parné sufrido en difundir su casa para que ahora se lo arrogue un populacho vil que nada sabe de su esforzado batallar y que, por otra parte, ni a sus descendientes importa más que un pepino.

Por su parte, aquella aristocracia embebida en intrincados escudos de armas poblados por esa concienzuda heráldica que tan poco interesa cayó en el gusto de la casa impostada y su fachada transexual hasta el punto de olvidar la limpieza del lienzo donde colocar gules y espadas, campos dorados y torres amenazadoras para que un mundo de geometría imposible moldeada en yesería repintada lo ocupara todo. Es más, amantes del ahorro antes que del prestigio, aristócratas y monarcas dieron rienda suelta a los albañiles más osados para que, olvidando la pilastra de mármol granadino, granito serrano o piedra de Sepúlveda, impostaran su remedo en bello trampantojo que todo lo cubriera.

Así entiendo que, inspirados en las fachadas disfrazadas por los caballeros segovianos, los reyes del pasado aceptaron la propuesta para llenar sus palacios de juegos visuales que engañaran al más pintado, convirtiendo el barroco en esa mentira formal que tanto detesto. En este Paraíso de casona enlucida y palacio descomunal, José Esteban, José Díaz Gamones y la hueste de arquitectos italianos dieron rienda suelta a la impostura, cubriendo las planas fachadas de los edificios al servicio del rey, que no públicos, en catálogo de trampantojos simuladores de arquitecturas imposibles. Llenas las fachadas de arquitrabes grecorromanos, reforzadas las esquinas por fuertes sillares de granito pintado y alumbrado por un sol que siempre sale por el este, este Real Sitio abrió una puerta a la jactancia sin igual en este país. Convencidos los vecinos de que el engaño del revoco convertía la casucha en palacio y el barracón en casona solariega, a todo albañil que se preciara le dio por rememorar los adornos regalados a la fachada del palacio que diseñara Andrea Procaccini a principios del XVIII. Como ya estarán pensando, fuera la competencia rancia y un tanto cuestionable, el resultado final regaló un inmenso caserío de increíble evocación barroca, donde, el que menos, tenía casetones de granito delineados y el que más, bellas arquitecturas pompeyanas con acanaladuras finísimas todas ellas recogidas en un catálogo elaborado por la profesora Rita Iranzo que yace en el olvido del archivo municipal.

Para nuestra desgracia y la de tantos y presuntuosos vecinos, el devenir miserable de una historia centrada más en la consolidación de una idea de realidad imposible que en la protección de un patrimonio inmenso capaz de recordarlo todo, empujó a la negación del trampantojo cubierto de grotescos enfoscados terrosos, ladrillos simulados y horrendos goteos de cemento tintado para tapar la indecencia de un presente nada evocador y menos comprometido con un pasado irremplazable.

Por suerte, algún que otro albañil, muy de vez en cuando, se suelta la gorrilla y, entre gruesa paleta y fina llana yesera, tira de pincel y cartabón para recetar una recuperación modélica del trampantojo, haciendo que el disfraz de la casa en cuestión brille más que cien escudos heráldicos roñosos y metidos entre apellidos inventados y formas ridículas. En la calle donde nació el que suscribe tienen un ejemplo. Aquella vieja casona que une al Maestro José Costa con el falaz confesor de la reina Isabel II, Antonio María Claret, ha perdido el hosco cementado de su careto para, gracias al arte de los hermanos Lucía, retornar a la vida su bello trampantojo de sillares y casetones aderezados por una bellísima greca de granadas a la sazón entre tréboles rotos capaces de ensalzar un humilde y cúprico canalón, más broncínea pilastra que infame sumidero de la porquería que retira un mar de coloradas tejas.

Y este humilde cronista, incapaz de negar una amplia sonrisa al disfraz de aquella vieja casona cada vez que la rodea, no deja de pensar en lo necesario que es, de vez en cuando, un poco de barroquismo en esta inmunda vida de mentira desvergonzada. Presos por una inexistente verdad cacareada a los cuatro vientos, uno quisiera que, por una vez, la farsa viniera envuelta en revoco dorado y engaño tan bien perfilado que, aun sabiendo de la patraña, el deleite de la forma nos regalara un poquito de feliz insensatez.

FUENTE: https://www.eladelantado.com/opinion/tribuna/las-casas-disfrazadas/?fbclid=IwAR2VmGXtO1xh5E9nF-G_dawP63vQjGsRbHBDY1OKWQuvZiXpFD172Bpn4RE

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