POR FRANCISCO ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
(En la muerte del sacerdote Cristóbal Samaniego Sagasti)
La muerte es el fantasma de lo inevitable, de aquello que no tiene remedio ni solución, el final que espera a todos los seres vivos, sean o no conscientes de ser mortales.
Es el remate de su actuación en el gran teatro del mundo que nos ha tocado vivir.
Actores y actrices de este gran teatro son conscientes de su destino, pero -a pesar de todo- los humanos lloran a los que abandonan este mundo, incluso creyendo en la existencia de otro con una vida mejor -libre de cargas y de miserias- lejos ya de este valle de lágrimas, como les enseñaron desde niños, porque aprendieron que al deshacerse la casa terrena de aquí abajo se encontrarían una habitación eterna en la alta morada celestial.
A pesar de esa creencia suelen llorar por el óbito de alguien a quien quisieron o apreciaron -familiar, amigo, vecino, conocido- no hay razón para esconderse vergonzosamente por derramar lágrimas como hizo el rey David, o Hécuba por su hijo Héctor, Aquiles por Patroclo, Jesús de Nazaret por su amigo Lázaro, aquel a quien llamaban rabí porque decían que no respetaba la ley.
Cristóbal Samaniego Sagasti tomó posesión -junto con Amaro Sabino Balbín Peláez- como sacerdote encargado de la Parroquia de San Martín, en Arriondas, el día 20 de septiembre de 1998.
San Miguel de Cofiño, San Antonio Abad de Nevares, Santa María de Fíos y de Viabaño, San Pedro de Bode, Santo Tomás de Collía, santos Cosme y Damián de Llerandi, Santa María Magdalena de Cayarga y de Castiello, Santiago de Pendás, San Martín de Margolles y San Vicente de Triongo fueron otras parroquias por donde ejerció su ministerio durante los diez años siguientes.
Atendió parroquias en Cabrales, Gijón y Avilés, así como a la capellanía de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Ciaño (Langreo), además de otras varias parroquias a las que sirvió en sus 32 años como vicario, los cuatro últimos años estuvo encargado de las parroquias de Villamayor, Sevares, Borines, Cereceda, Miyares, Pesquerín, Los Montes y otras.
La huella de la bondad en una persona tan peculiar como era Cristóbal se dejó sentir, con su atención siempre pacífica y dialogante.
Aunque todos sabemos que no vivimos a plazo fijo y que el final no está fijado en el calendario pero ocurre, Cristóbal generaba bondad entre su sencillez y eternas sonrisas, siempre de buen humor.
Había nacido en Llaranes (Avilés) el día 17 de julio de 1960 y fue ordenado sacerdote el día 3 de junio de 1990.
No fue largo el plazo de su vida -solo 62 años- pero sí grande su corazón.
Mientras añoramos personas y afloramos vivencias los muertos siguen vivos si los que los conocimos no los arrojamos a las aguas del silencio y del olvido.