POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
Ante el fallecimiento de mi querida suegra que tanto hizo porque un servidor pudiera dedicarse a lo que más feliz le hace, he sido incapaz de no reflexionar acerca del sentido de la vida y el papel que cada uno jugamos en ella. Metido en un bucle de incomprensión y final anticipado que habré de cubrir más tardísimo que tarde, no puedo por más que analizar el impacto de aquella mujer en nuestras vidas. Siempre atenta a las necesidades de la familia, de sus queridos vástagos en segunda línea, me resulta impensable olvidar cuánto aportó al futuro de mis hijos. Recia vecina de Cuéllar, altanera vecina del no menos singular barrio del Salvador, la Sra. Pilar siempre llevó en su delicado y dulce corazón de piedra los atardeceres junto a la iglesia de Santa María de la Cuesta, las correrías de los mozos frente a toros irrefrenables y un espíritu concejil ayuntado en las casas consistoriales difícilmente equiparable. Sé que esos amaneceres dorados en verde con que despierta el Reventón las tardes que ha decido curar membrillos atraparon su voluntad, del mismo modo que la pasión por este Real Sitio de su señor esposo, don Miguel Escudero. Rendida al paso del tiempo, mi querida madre segunda ha puesto rumbo a dónde corresponda la creencia que profesara.
Por lo que un servidor respecta, su tránsito a la memoria de todo el sostén empleado en el desarrollo de mi vida, en la constitución de mi querida familia, mengua un poco el dolor de no volver a catar ese cocido cuellarano que ya hubiera querido zamparse Ángel Luis Domínguez y su cofradía del garbanzo a la que debería unirse nuestro célebre hortelano, Joaquín González-Herrero, o aquellos caracoles picantes enfrentados a los cangrejos del patatal empantanado en la celebración del primer domingo de toros. Da igual. Todo quedará en mi memoria y en las letras de mis escritos in sécula seculorum, qué habría sentenciado aquel abad cuellarano residente en la colegiata del palacio durante tantos años. Los paseos por la calle de la Reina entre la faramalla de tanto visitante y farandulero, pensando en correr la zapatilla a través de los paseos del viejo convento de San Francisco desmantelado por aquellos estadounidenses ávidos de patrimonio y esa clerecía más golosa que cualquier parroquiano por meter mano al parné verde oliva. Las escapadas al Cega con las chuletas ignorando a los pobres ciclistas empeñados en cruzar primeros una meta que a nadie preocupaba o los ocasos con el buche repleto de judiones a la sombra de los magníficos castaños impolutos, resistentes al apocalipsis que los pobres olmos sufrieron estrujados por la condenada grafiosis.
Con todo, nada me parece más singular en aquella vida plena dedicada a los demás, que el esfuerzo por consolidar la familia que empezó a crecer en su sombra hace más tres décadas ya. Empeñada en que aquel proyecto protagonizado por su querida hija y el tarambana que desde entonces ha tenido la fortuna de acompañarlas, ha llegado al final de su vida con un éxito desproporcionado. Y, pensando en ella, en esa voluntad centrada en que mi vida caminara hacia el destino que creo ha tomado, no dejo de pensar en la plétora de abuelos incansables, de madres, pues una abuela es, ante todo, una señora madre, empeñados en que esta condenada sociedad tome un rumbo aproximado que nos lleve hacia ese impensable lugar en el que, con un poco de ardor y cierto gusto por la creencia, se construya un espacio para todos. Para todas. Para lo que sea. Esa llanura soleada entre tejos brillantes y pinos de brutal fuste y amplia copa. De regatos juguetones y pequeños roquedales abiertos a un juego de yerbajos verdosos entre rojos serbales y maravillosos avellanos en flor; guindos de rojo amanecer, jara en blanco cegador y blanca brecina con retazos de retama pletórica en amarillo soberbio. Allí, sentados entre críos de risa rota en mil cristales de colores, deberían estar todos y cada uno de los abuelos, de las abuelas, con sus vidas gastadas en un querer felicidad para los que han parido y ya no pueden dar más.
Este ejército de abuelos supervivientes de una guerra, una terrible hambruna que nadie parece recordar, ni siquiera aquellos que adoramos sopas y purés y sonreímos cuando somos regañados por no acabar el plato. Sometidos a cuarenta años de injusticia social y desconocimiento, de relato infame y violencia política exacerbada en defensa del régimen que fuere, de la memoria del pasado, del liberalismo inventado y de la negación de cualquier forma que pudiera tomar la democracia. Engañados por supuestos demócratas, pagando impuestos y luchando por cada centímetro de ese horizonte en que se empeñaron por proteger para acabar descastados y condenados por esos políticos endemoniados incapaces de asumir que, en un ápice de memoria de aquellos abuelos, hay dibujada una promesa de felicidad para cada uno de nosotros.
Recostado sobre la peña del mirador del balconcillo, allá, a la diestra del solazo de Majalapeña, trataré de sentarme lo antes posible y, divisando la enorme llanura de verde campiña alumbrada por un arrebol tan claro que su reflejo me hará volver la mirada, poder colegir el rastro que aquella buena mujer y todos los que la precedieron dejaron entre nosotros para nunca olvidar la necesaria obligación que con ellos tenemos.
Querida suegra, queridos padres, madres y abuelos, sit vobis terra levis.