POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DE REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA)
No me gustan demasiado las bicicletas. Son rígidas e incómodas y te obligan a doblar el espinazo sin recompensa alguna. A cambio de un esfuerzo descomunal sobre un pedazo de hierro cada vez más desnaturalizado, el viajero ha de ver el mundo encorvado sobre un asiento ínfimo que ni siquiera merece las tres sílabas que lo componen. Corcovado sobre semejante atalaya, el ciclista debe esforzarse por prestar atención a un mundo en el que claramente es un intruso. Rechazados por los caminantes que, acostumbrados a ver el mundo al ritmo del latido de un corazón que siente cada paso, ven los ciclistas como alienígenas acaparadores de caminos y veredas, sendas y vericuetos, foráneos usurpadores de la paz animal que el tranco otorga a quién así se desplaza; expulsados y muchas veces inmolados en las carreteras por el maquinismo infame que todo lo acapara, que todo lo ensucia; los ciclistas, poetas de rima asonante y pocas veces comprendida, ripian su trova ora en manada inteligente, ora en soledad displicente, ocupando el ancho de esas viejas cañadas y cordeles que suelo trasegar a la zaga de mi Compadre, el Sr. Bellette. Siempre solícito a la conversación, este que suscribe intenta comentar con los ciclistas que se encuentra aquel carril desmochado o ese pobre pinato socavado y tenido por otro congénere que lo siente con paciencia y amenaza el paso de cualquier vecino, sea ciclista o no.
Empecinados en mostrar el verdadero sentido del bosque que visitan, encontramos con brío el modo de introducir la toponimia lugareña de modo que nunca se pierda y, de paso, reducir la contrarreloj en que parecen vivir todos los cheposos visitantes del casco y el pedal. En su inmensa mayoría, sienten curiosidad y colaboran en la relación pasajera que tanto apreciamos. En algunos escasos momentos, apenas un instante de suspiro nos permite salvar los vinos de mediodía apartándonos entre imprecaciones del expreso silencioso que baja desde los acebos de la fuente del Chotete o por el sendero empedrado de los San Leonardos.
Estos autómatas de dos ruedas, mal encarados y agrios como el bebercio infame que acompaña su pedalear sistémico y atávico; que desprecian tus zapatos gruesos sin tacos que ajustar y ese lento trasegar entre pino y escorrentía, suelen estigmatizar a una comunidad de paisanos empeñados en alcanzar las más altas cotas a lomos de una burra que, sin comer pienso que valga, se traga miles de euros de aquellos amantes de su amorfa silueta. El resto, sin embargo, tan solo disfruta de un esfuerzo enmarcado por un Paraíso que apenas los disfruta y que, en muchas ocasiones, los previene legalmente acotando su viaje allá donde puedan dar espacio sostenido a los que amamos ver crecer todo lo verde que alberga el bosque.
Mas, de vez en cuando, uno coincide con algún ciclista singular. Enamorado de ese pedazo de hierro cromado en fibra innombrable, salta sobre el ridículo asiento siempre que puede para poder llegar hasta ese asombroso lugar donde la luna en concomitancia con el paisaje exhala la perfección durante un mínimo soplo. Pertrechado con cámaras y objetivos, ruedas y piñones, llega hasta ese mirador indescriptible o remonta aquella cascada irreal, justo donde esperaba encontrar ese ápice de felicidad que las personas enamoradas de todo lo bello perseguimos desde que salimos del camastro.
Así es, sin duda, mi amigo Ángel Laserna.
Seco como uno de esos cipreses que languidecen en la cornisa toledana, abrasados por el calor intenso que la humedad de un río remolón incrementa hasta el achicharramiento, el cuerpo de Ángel padece como aquellos supervivientes una suerte de muerte en vida siempre a una lágrima de la felicidad. Supongo que Ángel, tan castellano como esa fértil sequedad, ha ido gastando cada gota líquida albergada en su cuerpo con la moderación que su media sonrisa hace suponer. Solícito en el trabajar, mi amigo ha vivido cumpliendo con la obligación siempre que hubo de afrontarla, resultando más que evidente en la consunción de sus carnes ese compromiso que tiene el trabajador español con una obediencia ciega hacia la responsabilidad que ya quisieran otros muchos.
Quijote de sonrisa franca, Ángel, que poco habla y más sonríe, tiene por costumbre arrastrar las letras sordas en silbido ancestral que, al llegar a las eses, practica una divertida elisión ancestral, sacada de alguna página perdida en el siglo de oro. Consciente de su singularidad, Ángel aletea las palabras de un modo tan procaz que el Contador de Palabras, Ángel-Luis Domínguez, se las vería para sacar la glosa. Más de oreja pegada que dado a la faramalla, Ángel mantiene sus silenciosos ojos fijos en mi parloteo, mientras no haya nada que puntualizar, seguramente pensando en la excursión que su bicicleta le lleva susurrando desde que salió del cigarral. No ve el momento de terminar el trabajo para, de un salto bien medido, cabalgar esas dos ruedas irremisibles para doblegar la montaña que se tercie, el valle oculto chivado y el cordel pegado al Tajo por donde un día trasegara una nación trashumante. Deseoso de cumplir con la querencia, Ángel prepara todo para el momento deseado hasta el punto de dejar la bicicleta a la puerta del convento de San Juan de la Penitencia, destino final de todos y cada uno de sus esfuerzos cotidianos. Próximo ya a la jubilación, mi amigo ciclista ansía poder dedicar esa buena parte de su vida consumida por el laboro a pedal y camino, rueda y engranaje bien engrasado, de modo que un horizonte de felicidad suprema culmine una vida de denuedo y deleite.
Y este humilde Cronista, convecino y compañero en el caminar de miles de ciclistas a lo largo de un bosque que no entiende más que de intrusos y agresiones vengan con lento paso o dura pedalada, quisiera que, como en tantas cosas de esta vida, el ejemplo de dedicación por el disfrute desmedido de Ángel Laserna y su bicicleta cundiera como ejemplo. Llena está la vida de epicúreos hedonistas encelados por lograr su cuota de adrenalina al coste que sea, sin comprender la grandeza minúscula existente en un gozo atrabiliario e indescriptible. Que en el respeto a todo lo que te rodea, la comunión con aquello en lo que sientes estar integrado, radica la más hermosa de las felicidades; esa sobre la que se sustenta el sentir democrático que debería alimentar todas y cada una de las sociedades, pues entre el paso corto y la pedalada suave hay un espacio donde todo quisque ha de sentirse importante y feliz.